La estupa de Bodnath en Katmandú.
Foto © Ángel López Soto
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Por Marta González-Hontoria
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Once meses después del terremoto que asoló el país, nos sumergimos en el valle de Katmandú para dar fe entre estupas y templos milenarios, entre inciensos y flores, saris y ‘tikas’, que la vida sigue y la sonrisa nepalí brilla como siempre a la espera de que regresen los turistas.
El pasado 25 de abril, minutos antes del mediodía, la tierra crujió en el Himalaya. El terremoto se llevó por delante la vida de más de 8.000 personas y un incalculable patrimonio. Un año después, todavía son visibles las cicatrices en el valle de Katmandú, pero en su enjambre de villas y lugares sagrados sigue en pie un número apabullante de templos y pagodas, de estupas con los ojos de Buda tatuados y plazas rebosantes del color, la vitalidad y el caos que han hecho siempre del pequeño Nepal un inmenso destino. Porque lo que Nepal no tiene en tamaño lo tiene en altura —con 8 de los 14 ocho miles del mundo—, y también en riqueza cultural. Es el país con mayor densidad de lugares Patrimonio de la Humanidad del mundo: hasta siete. Hay pues, mucho ante lo que maravillarse.
La leyenda certifica que el valle de Katmandú fue un lago del que surgió el templo de Swayambhunath, una de las siete joyas protegidas por la Unesco. De ahí su nombre (swayambhu significa «autocreado»), aunque muchos lo conocen como el Templo de los Monos, por sus descarados moradores. Todas las mañanas, peregrinos y visitantes escalan los 365 peldaños que trepan colina arriba bajo los ondeantes banderines de colores hasta llegar a los pies de la enorme estupa blanca de perfectas proporciones. Desde lo alto se divisa todo Katmandú. La experiencia sacude la vista y todos los demás sentidos: devotos budistas e hinduistas hacen girar con la mano las ruedas de oración, presentan las ofrendas a los dioses en forma de flores y frutas, prenden velas e incienso, hacen tañer las campañas y murmuran el mantra Om mani padme hum…
Lo normal es quedarse extasiado ante las bellas chaityas y shikharas indias que rodean la gran estupa, o las caras pintadas de los sadhus o místicos —que viven de la limosna y se dejan fotografiar a cambio de unas rupias—, ante las mujeres con sus saris y sus prisas, aquellos hombres tocados con el dhaka topi, el típico sombrero nepalí, y los niños subidos a estatuas de animales sagrados como un europeo disfrutaría con un tiovivo.
Apertura del reportaje en EL MUNDO.
Foto © Ángel López Soto
Claro que no todo tiene explicación a primera vista. ¿Qué hace, por ejemplo, ese hombre con una cesta enorme de huevos de pato? Vende la clara de los huevos que los nepalíes ofrecen a los dioses, y que también derraman una vez al año sobre sus coches para evitar las averías. Otras veces son animales los que sirven de ofrenda… El río espiritual de Nepal con budismo y hinduismo como principales fuentes, pero con influencias tibetanas, tántricas y animistas es simplemente fabuloso.
Fieles y turistas vuelven a juntarse en la plaza Durbar de Katmandú, ya parte de la vorágine del tráfico, las tiendas y el trajín diario de la capital. Más que en una plaza, piense en tres, comunicadas y cuajadas de palacios, pagodas y estatuas, algunos de los cuales fueron severamente castigados por el terremoto hasta convertirlos en escombros.
Pero uno se hace perfecta idea de la grandiosidad del lugar y junto a cada monumento desaparecido hay hoy un cartel con la fotografía de lo que fue y la promesa de su reconstrucción.
LA DIOSA VIVIENTE
La primera parada obligada de esta plaza es el pequeño santuario dorado de Ashok Binayak, uno de los más importantes del valle dedicado a Ganesha, el dios con cabeza de elefante. Dicen que una ofrenda en esta capilla asegura buenos augurios, así que son muchos los viajeros que se pasan por aquí antes de emprender un trekking serio. Es difícil resistirse también a visitar la Kumari Bahal, o casa de Kumari, la diosa viviente de la ciudad. Elegida por sus 32 atributos físicos que incluyen el color de sus ojos o el tono de su voz, entre otras características, la diosa es un niña que reside en esta casa entre los cuatro años y la pubertad, asomándose al exterior solo en ciertos festivales.
Caminando hacia el norte se entra enseguida en el frenesí comercial de Indra Chowk, el centro neurálgico de la venta de telas de mil colores y collares nepalíes que enlaza con otra plaza prodigiosa, la Asan Tole, abarrotada de puestos de especias y verduras donde encontrar desde colas de yak a sal del Himalaya.
Aunque si lo que busca es material de trekking y prendas técnicas debe seguir hasta Thamel, la zona de mochileros bien provista de cafés con wifi, hoteles y un sinfín de tiendas donde también es obligado el regateo.
El valle de Katmandú estuvo dividido en pequeños reinos rivales hasta el siglo XVIII, de ahí que haya tantos rincones por descubrir. La ciudad de Patan, hoy casi un barrio de la capital, es una de estas maravillas. Se agolpan aquí además los artesanos que trabajan el metal, creando, entre muchas otras cosas, los terapéuticos cuencos del Himalaya, utilizados por los monjes budistas para meditar. Patan o Laliput (ciudad bonita), la más antigua del valle, tiene cuatro estupas en sus puntos cardinales y otra plaza Durbar de palacios y templos espectacular que salió bastante indemne de los malditos temblores.
Higiene cotidiana en una fuente de Katmandú..
Foto © Ángel López Soto
No hay que viajar mucho más lejos para dar con Bhaktapur, la ciudad que alberga el templo más alto del país, la pagoda Nyatapola, con cinco plantas al final de una escalera custodiada por imponentes guardianes. La llamada ciudad de los devotos es la capital cultural del país. Un paseo por su Palacio de 55 ventanas y la valiosa puerta Dorada y por la madeja de sus calles es una lección de arquitectura newari, los primeros habitantes del Katmandú: casi cada ventana, cada puerta tallada en madera es una obra de arte. En la plaza de Dattatraya se puede ver cómo trabajan la madera del sal (shorea robusta) los artesanos. Merece la pena también acercarse a la plaza de los alfareros, con esa alfombra de cerámicas secándose al sol.
De Bhaktapur a Nagarkot, a 2.165 metros, todo es cuesta arriba, pero la recompensa si hay suerte es impagable. Porque Nagarkot es el mirador más privilegiado del valle, el único que permite ver el Himalaya a esta distancia. Si el día es claro, agárrense para ver una panorámica de 180 grados de la cordillera: desde el Annapurna, al noroeste, al Everest en el extremo noreste.
Los trekkings por la zona son suaves y gratificantes. No lejos, en la cumbre de una colina se alza el templo policromado de Changu Narayan, Patrimonio de la Humanidad, en pie y abierto al visitante, pero claramente dañado por el terremoto hasta el punto de que hoy el ejército custodia las joyas del recinto, como la inscripción pétrea que sitúa su origen en el siglo V.
No debe uno abandonar el valle sin detenerse en esas dos joyas que cierran la privilegiada lista de la Unesco. Una es Boudhanath, la estupa más grande de Asia y el lugar sagrado más importante para los tibetanos fuera de su país. Son miles los peregrinos que cada día realizan la kora (el ritual de dar la vuelta al templo), aunque estos días la torre de la inmensa estupa con los vigilantes ojos de Buda está siendo restaurada. La otra es Pashupatinath, el templo hindú más importante del valle a orillas del río Bagmati, a donde peregrinan sadhus y fieles de todo el subcontinente.
Es aquí donde se realizan las cremaciones en el valle y son muchos los locales y visitantes que acuden cada día para contemplar el tradicional rito junto al río más sagrado para el hinduismo después del Ganges. Los que no son hinduistas no pueden acceder al interior del templo, pero sí pasear por los alrededores del río y curiosear en el bullicioso mercado lleno de las omnipresentes caléndulas de un naranja casi tan intenso como las tonalidades infinitas de polvo para marcar la tika, el tercer ojo en la frente. Otra vez, un viaje para los cinco sentidos.
Publicado originalmente en EL MUNDO el 29 de marzo