Nagalakshmi fotografiada en un pueblo de Andra Pradesh.
© Ángel López Soto
`Nosotras, Diosas y Esclavas´
UNA JAULA EN DELHI
Nagalakshmi huyó de la prostitución tras años de vejaciones y torturas
Por Manuel Rivas
No, si me tapo la cara no es por religión. No quiero que me la veas. Los ojos no importan. Así sabrás que digo la verdad. No importa si lloro. Y así puedo ver yo también. Leer tu cara.
Dices que eres un escritor, pero eres un hombre.
No me ha quedado muy buena impresión de los hombres, sean quienes sean. Aunque, bueno, uno, gracias a uno pude escapar. Sí, debo ser justa, uno me ayudó. Me dijo: “Tú no puedes estar aquí”. Se arriesgó. No, yo no podía seguir allí. No creo que hoy estuviese viva. Pero otras tampoco podían seguir allí. En aquel burdel, como esclavas.
Me casaron a los doce años. Me casaron con mi tío, de cuarenta y cinco años, el hermano de mi madre. No había tenido aún mi primera menstruación. No sabía nada de sexo. Ni siquiera nos hicieron una foto de boda. Me llevaron a vivir a una cabaña compartida, donde vivían una hermana de mi marido y una hermana del marido de la hermana de mi marido, con sus hijos. Desde el principio me trataron como a una criada. No me querían. Yo trabajaba y trabajaba. Pero, aun así, mi marido me pegaba. Me puse muy enferma. Me vinieron a buscar mis padres. Cuando me puse mejor, trabajaba para alimentar a mis padres. Ellos son muy mayores, salía a pedir. Una vez me visitó una mujer y me habló de ir a trabajar a una ciudad grande, al servicio doméstico, donde ganaría unos miles de rupias. Al principio, me negué. Pero me visitaba, me hablaba de mi miseria y de la vida diferente que podría llevar.
Yo le daba vueltas y vueltas. Todo el día pensando. Me abandonó mi marido, no tengo nada en qué apoyarme. ¿Qué hago aquí? Al fin le dije a la mujer que sí. Vino a buscarme y fuimos en tren a una ciudad llamada Kadiri. En la casa donde me llevó había un joven, que me vigilaba todo el tiempo. Fue allí donde me compraron, según supe luego. Me vistieron con un burka y me llevaron en un rickshaw a la estación del tren. Los billetes eran para Delhi. Me llevaron a una casa grande. La señora dijo que era la madre del joven de Kadiri. Tampoco eso era verdad. Me vistió, me dio de comer, me llevó a una peluquería donde me cortaron el pelo. «Te van a poner guapa», me dijo. En el centro de estética había una chica que conocía, de cerca de mi pueblo. Llevaba una minifalda y me dijo que yo tendría que vestirme igual. Estaba muy asustada.
No entendía. ¿Por qué tenía que vestirme así? Ella me explicó toda la realidad.
No me puse la minifalda. Me vestí con un sari. Y la dueña se enfureció. Me dijo a la cara: “Eres estúpida, te he comprado por setenta mil rupias. Si quieres volver, trabaja para pagarlas”. Me golpeó sin parar con un palo hasta destrozarme el sari y vestirme como ella quería. Yo no podía comer. Me negaba a acostarme con los clientes. Entonces me ató a un poste, en medio de la sala, machacó guindillas verdes y me las metió en los ojos. Yo pedía agua, pero ella amenazaba a quien quisiera ayudarme. Tuve que aparentar que le haría caso. Fueron tres años de suplicio. Yo no hacía lo que ella quería y volvía a golpearme. Pensé en el suicidio. Iba a hacerlo, matarme. Durante un tiempo me mostré dócil, para que ella se confiase. Ella se fue a una fiesta y un vigilante habló conmigo. Él había visto todas las palizas. Me dijo: “Tienes que huir, tú no puedes seguir así”. Y me dio el dinero para poder comprar un billete de tren.
Fue así como volví a Anantapur. En el pueblo, nadie me respetaba. Mi madre había muerto. Mi padre solo me hablaba si le llevaba algún dinero. La gente no sabe la realidad de estas cosas. Si te ha pasado algo malo, piensan que eres culpable. Pero también hay otra gente que es de otra pasta, que no se deja engañar por las apariencias. Gente que emigró y que conoce las amarguras. Fue entonces cuando oí hablar de la Fundación. Me acerqué al centro de asesoramiento en Gandlapenta. Conté lo que me había sucedido. Eran mujeres que escuchaban, trabajadoras sociales. Me trataban como persona. Pude visitar los talleres, de saris, de imprenta, de incienso, de compresas, donde trabajaba gente que había pasado por situaciones terribles. Estaban contentas, vivían otra vida. Estaban protegidas y entre ellas se ayudaban. A mí me dieron un préstamo para abrir un pequeño quiosco. Estamos organizadas. Nos reunimos. Denunciamos las redes de prostitución. Y nos damos cuenta de que somos fuertes porque no nos callamos. Cuando nos han querido hacer daño, reaccionamos unidas. Y si hay algún caso de corrupción policial, o de desatención, hemos ido a los jefes. Si uno no escucha, acudimos a otro. A la administración. Ahora nos respetan.
Si me cubro, no es por ocultarme. Así tampoco sabrás qué ha pasado con mi rostro, si soy bella o no. Tengo treinta años, mi nombre es Nagalakshmi. Soy dalit. No volveré a casarme. No confío en los hombres.
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