Puesto callejero de comida durante el festival Jinju Namgang Yudeung.
© Ángel López Soto
Un viaje por el sur de la península asiática, tomando como base la metrópoli portuaria de Busan, rompe la imagen de un país superindustrializado y deja ver un pequeño paraíso de playas, cultura y templos. Este artículo se publicó en el suplemento Yo Dona del diario El Mundo el pasado 7 de junio.
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Texto de Bruno Galindo
Corea del Sur tiene fama de ser un país más interesante que vistoso, más entregado al frenesí económico que a los placeres de la vida, más global que local. La influencia de Seúl, en cuyo área metropolitana vive la mitad de los surcoreanos, contribuye definitivamente a esa imagen. Pero bien saben los viajeros curiosos que lo mejor de un país no está necesariamente en su capital. Adorará Busan –segunda ciudad del país, quinto puerto del mundo- quien guste de ciudades tan distintas como Hong Kong, Tokio, Valparaíso o San Francisco; tiene de estas, respectivamente, la apertura al mar desde su colorida bahía, la luminosidad futurista de sus rascacielos, la irregularidad de esas colinas de aspecto favelado y un espectacular puente en suspensión.
Todo orbita entre el mar y la montaña. En el mar bogan veleros y catamaranes; es muy buen lugar para ver brillar los rascacielos situados en primera fila de la playa de Gwangan, intuir el festivo barrio de Haeundae –con sus bares bulliciosos, los restaurantes que ubican en los pisos de sus edificios, los moteles con sus fabulosos neones- o acercarse al mismísimo Diamond Bridge y, desde ahí, ver la ciudad extenderse hacia lo alto. El mar tiene como aliado el buen clima –Busan es el lugar favorito de veraneo para los coreanos y asiáticos de distintas lindes-; si navegáramos alejándonos de la urbe, alcanzaríamos el puerto de Fukuoka a poco más de 200 kilómetros: Busan es el punto más cercano a Japón.
También en la costa de esta metrópoli de tres millones y medio de habitantes puede visitarse una rareza: el templo Hae Dong Yong Gung (o del Rey Dragón). Aquí destaca la imagen de un gran buda dorado frente al azul cobalto de las olas. Los fieles acuden a liberar peces como ofrenda, y todos, budistas o no, vienen a contemplar serenamente la puesta de sol e impregnarse del olor del incienso junto a la espectacular figura de una Boddisatva que, con sus dos oídos, 22 ojos y 1000 manos, es superior a cualquier humano pero no alcanza la sabiduría de Buda.
La otra forma de admirar Busan es desde lo alto; ahí donde la vista se vuelve más espectacular. A nuestros pies se ven las azoteas: hay plantas, ropa tendida, cisternas que recogen el agua de lluvia y las hangari o tinajas para fermentar el kimchi, la col picante que aparece en todo hogar y comida del día del coreano. Varios observatorios merecen especialmente la pena. Uno es el Parque Yongdusan donde se encuentra la Torre de Busan, gran farola de 188 metros que nos orienta en todo momento. Otro, el parque Daecheong, memorial por las víctimas de la guerra civil que recuerda las heridas abiertas con el vecino norcoreano (1950-1953). El tercero podría ser el barrio cultural de Gamcheon, conjunto habitacional colgado en una montaña -una especie de favela encantadora, al estilo del Candeal bahiano- donde cualquier habitáculo se ha convertido en taller, biblioteca, galería de arte o poet room.
Reportaje según se publicó en el suplemento Yo Dona del diario El Mundo
De vuelta abajo nos espera un sinfín de atractivos. El centro comercial Shinsegae es –Guinness lo certifica- el más grande del mundo. A pocos metros está la sede del Festival de Cine de Busan, prodigio arquitectónico que aloja el mayor certamen dedicado al séptimo arte de toda Asia. Más allá está la zona más laberíntica y alborotada: es Nampodong, zona céntrica de que comprende el bullicioso mercado Gukje y la calle Talmaji, repleta de encantadores cafés. Gwangpokdong y Bupyeong nos resultan nombres impronunciables, pero mejor tenerlos en cuenta: son los mercados más interesantes, donde tanto encontraremos echadoras de cartas como baratijas electrónicas, merchandising de k-pop –el pop coreano que triunfa internacionalmente- y puestos de comida (los tradicionales pojang-macha).
Pero si tuviéramos que quedarnos con un solo punto, este sería, seguro, el mercado de pescado Jagalchi. Tradicionalmente atendido por refugiados del norte que volvieron a mediados del siglo pasado, este gigantesco recinto, pegado a la bahía, se recorre como un fabuloso acuario con más comestibles marinos de los que pueda imaginarse. En tanques oxigenados y expositores se exponen pescados de todo tipo, moluscos y crustáceos gigantescos, salazones y deshidratados. Entra hambre: es el momento de experimentar una de las gastronomías más deliciosas del mundo. Marcada por la omnipresencia del mencionado kimchi y de otros platillos fermentados, por platos tradicionales como el bibimbap (arroz con verduras cocinado en un bol caliente) o el bulgogi (ternera a la parrilla), la experiencia es siempre iniciática y viene representada en un sinfín de platillos minúsculos. Restaurantes no faltan en Busan. Ni en todo Corea. Nada como salir a conocer las ciudades aledañas de Busan.
Linternas y templos
Hay puestos de comida por todo Jinju, especialmente en las dos riberas del Namgang y en los alrededores de la gran fortaleza medieval de Jinjuseong, que data del 1379. Gente de todo el continente viaja a esta pequeña ciudad de 350.000 habitantes, situada a una hora de Busan, para ver el festival de las linternas flotantes de Namgangdeung Yudeung. Alrededor de las puertas, pagodas y templetes se expande un legendario escenario bélico: aquí acaecieron grandes batallas contra los japoneses en el siglo XVI, contiendas en las que los coreanos lograron repeler a sus enemigos. Mediaron 70.000 caídos en esa Guerra Imjin, a los que el festival rinde homenaje. Entre las víctimas hay un mártir con nombre de mujer: Nongae, la meretriz que sedujo a un oficial nipón y se lanzó al agua fuertemente agarrada a él. Ambos murieron ahogados en una acción que nunca olvidan cientos de miles de mujeres de este país (algunas de las cuales, supervivientes de la Segunda Guerra Mundial, protestan cada semana en Seúl, frente a la embajada de Japón, que sigue sin reconocer sus abusos en tiempos coloniales).
Desde 1949 se celebra este festival que muestra la excelencia del arte de las linternas. Flotan en el río dragones y criaturas fabulosas, escenas tradicionales coreanas y monumentos internacionales, personajes de dibujos animados y recreaciones de todo tipo; todas laboriosamente creadas con una estructura de madera que, forrada en una fina tela, es iluminadas desde dentro. En su última edición –a principios de octubre- hubo 300 linternas flotantes y un total de 60.000, dispuestas en tierra, por todo el complejo. Muchas son nuevas, otras llevan décadas brillando. 100.000 visitantes se deleitan cada día con el arte de esta ciudad, auténtica celebración del diseño y de la electricidad que una vez al año convierte a la ciudad en una especie de Disney coreano.
Un atractivo de muy distinta índole nos lleva hasta el condado de Hapcheon (a dos horas y media de Busan). Allí se encuentra el templo budista de Haeinsa, un tesoro de más de 1200 años reconocido por la UNESCO como patrimonio de la Humanidad. Aunque las dependencias del santuario son de una belleza inigualable, quien estuviera acostumbrado a visitar templos podría pensar que se trata de uno más. Un elemento hace del lugar algo único: aquí está la más antigua, completa y gigantesca reliquia budista de todo el mundo. La Tripitaka Coreana es una colección de 80.000 tablas donde fue escrito, entre 1237 y 1249, el canon de dicha religión. Todo el saber oriental se encierra en esas tablas, que pueden entreverse a través de los resquicios del templo donde están confinadas. Se sugiere la visita de un espectacular centro tecnológico aledaño: allí se pueden consultar las réplicas y conocer las cifras dan cuenta de la magnitud de una obra que requirió la madera de 35.000 cerezos y el trabajo de 2000 amanuenses. Todas juntas pesan 2800 toneladas y unidas alcanzarían los 3.250 metros de alto.
No es la única reliquia valiosa de la región. Viajamos a Gyeongju (a una hora de Busan); la ciudad fue capital de Silla, reinado que entre los siglos VII y IX abarcó dos tercios de la actual península coreana. Tal es la cantidad de tesoros arqueológicos y culturales de la ciudad que a esta se le llama “el museo sin paredes”. Citaremos algunos lugares protegidos por la UNESCO –la aldea tradicional de Yangdong o el templo Bulguksa- y destacaremos un lugar muy singular: Seokguram. Unánimemente es el templo más conocido del país, lo que sin duda tiene que ver con su espectacular Buda, escondido en una gruta encerrada en un monte 700 metros. Es obligado afrontar el misterio de la mirada de esta talla, obra maestra del arte budista, antes de continuar un viaje que, ahora sí, puede seguir hacia el mundanal ruido. Seúl espera.