Valla y frontera marítima con Marruecos. Melilla.
Foto © Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS
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-Si tardas más de cinco minutos en saltar, no saltas.
Doce veces lo intentó Sare Abdallah –nacido en Costa de Marfil hace 25 años- antes de lograrlo. No es fácil: la valla que rodea Melilla no perdona ni un rincón. No concede ni una grieta. En realidad son tres vallas, consecutivas, con sensores eléctricos de movimiento y ruido, cámaras, mallas que impiden meter los dedos para trepar y en algunos tramos, una alambrada con cuchillas. El perímetro cuasi militar rodea la ciudad autónoma de Melilla, un territorio que pertenece a España pero que está situado en el norte de Marruecos, a pocos kilómetros de la frontera con Argelia. La ubicación convierte a la ciudad en la puerta de entrada a Europa para los miles de jóvenes subsaharianos que, cada año, intentan colarse y alcanzar el que, les han dicho, es el paraíso. La frontera sur del viejo continente mide seis metros de altura y tiene doce kilómetros de perímetro. A un lado vigila la gendarmería marroquí. Al otro, las autoridades españolas. No es fácil saltar. Si lo piensas más de cinco minutos, no saltas.
-En mi primer intento fuimos un grupo de unos treinta. Llegamos de noche y empezamos todos a escalar, usando unos ganchos en las manos y con dos clavos en cada zapato para ir subiendo. La policía marroquí nos vio y empezó a lanzarnos piedras. Al chico que tenía al lado le dieron en un ojo y cayó al suelo como un muñeco. La Cruz Roja lo llevó luego al hospital y no sé si perdió el ojo. Creo que sí. Esa noche tuvimos que bajar y volver corriendo al monte. No lo conseguimos.
En el segundo intento Abdallah sí llegó a superar la valla.
-Conseguí saltar a suelo español, pero estaba la Guardia Civil (cuerpo de seguridad pública español que, entre otras cosas, vigila el tránsito fronterizo) y me cogieron. Intenté esquivar a tres o cuatro, corriendo, como en el rugby, pero el último me agarró. Yo le dije ‘por favor, déjame pasar, mi padre murió, tengo cinco hermanos, vengo a buscar trabajo….’. Es todo verdad, pero él solo me dijo: ‘no’. Le supliqué y nada. Lo que pasa es que creo que no hablaba inglés.
A Abdallah, aquella noche más cerca del paraíso que nunca antes, lo devolvieron a Marruecos a través de una de las puertas que hay en la valla. Sin explicaciones, sin papeleo. Si legalidad a la vista.
-El día que lo conseguí fue una mañana que nos juntamos 300. Aparecimos todos corriendo, de noche y empezamos a trepar. La Guardia Civil española tardó cinco minutos en llegar porque tenía un cambio de turno, y así pudimos saltar varios. De esos 300 logramos pasar a España 103. Yo fui de los primeros. Estaba arriba de la última valla y desde ahí vi cómo llegaban tres coches de la Guardia Civil. Venían muy rápido así que no pensé: me solté de los ganchos y me dejé caer al suelo. Seis metros. Luego empecé a correr y vi que nadie me perseguía. Vi que estaba en España, por fin, después de tanto tiempo y sufrimiento.
-¿Y ahora?
-Ahora me quiero ir a otro país, aquí en España no hay trabajo.
Valla y frontera con Marruecos. Reportaje en la revista Gatopardo.
Foto © Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS
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África y Europa amagan con tocarse. Como el inicio de un beso. Las separa una manga de agua de 14,4 kilómetros llamada Estrecho de Gibraltar y que impide que el extremo norte de Marruecos se una con la punta sur de España. Desde Tarifa, localidad más meridional de la Península Ibérica, se ve con nitidez la costa marroquí. Ahí está Ceuta, una de las dos ciudades autónomas españolas situadas en Marruecos. La otra es Melilla, más alejada del Estrecho y rodeada por una valla que consolida la separación de dos mundos. La de Marruecos-España es la frontera más desigual del mundo. Si el PIB per cápita de Estados Unidos multiplica por seis el de México, la diferencia entre España y Marruecos es de 15 puntos.
Dice el gobierno marroquí que Ceuta y Melilla le pertenecen. Y las reclama. Sin mucho alboroto pero las reclama. Lo lleva haciendo desde hace años. Y España responde que la soberanía sobre ambas ciudades está fuera de toda duda, ya que pertenecen a España desde mucho antes del proceso de colonización europeo en África. En concreto, Ceuta se incorporó a la monarquía hispánica en 1578, a través de Portugal. En el caso de Melilla su vinculación con la Península se remonta al siglo X, cuando los árabes entraron en el norte de África y se hicieron con todo el Magreb, entonces poblado por diversos pueblos, entre ellos los bereberes, población autóctona del norte de Marruecos que todavía hoy insiste en diferenciarse claramente de los árabes, con una cultura propia y un idioma llamado amazigh. Se creó en aquella invasión la taifa de Melilla, integrada en el califato de Córdoba. Sería abandonada posteriormente hasta que en 1497 Pedro de Estopiñán, un contable andaluz, la intercambió por unos terrenos en Málaga y pasó a formar parte de la Corona Española. Eso dice la Historia. Marruecos, que logró su independencia en 1952, no está de acuerdo y defiende que ambas fueron usurpadas. Curiosamente, este intercambio de pareceres diplomáticos no es el problema que pesa sobre Melilla. La convivencia entre marroquíes y españoles en la ciudad siempre ha sido y sigue siendo buena. La tensión viene de más al sur, más allá del desierto del Sáhara, de donde llegan los jóvenes que desean –necesitan- entrar en Europa.
Melilla dibuja una media luna costera de siete kilómetros de largo por algo más de dos de ancho. Una extensa playa baña la cara exterior de la ciudad, con palmeras y edificios modernistas poblando el centro; con pequeñas casas de colores amontonadas en los barrios periféricos. Melilla es una mezcla de ciudad andaluza y barriada magrebí. Contiene, oficialmente, 81.188 habitantes.
-Probablemente muchos más
José Oña es periodista local en Melilla Televisión. También guía turístico. Conoce bien el terreno.
-Los datos no recogen una población flotante de inmigrantes irregulares que se estima en unas 30.000 personas. Sobre todo marroquíes que entrar en Melilla para trabajar y se quedan viviendo con un permiso de residencia o, directamente, de forma ilegal.
La estadística dice que el 46% de los habitantes de Melilla son cristianos y el 35%, musulmanes. La percepción y la opinión de periodistas y vecinos locales es que los musulmanes deben suponer ya cerca del 60% del total de melillenses. Dentro de esta mayoría musulmana hay españoles y marroquíes. Los españoles son descendientes de bereberes que llevan viviendo en Melilla desde hace generaciones. Mantienen su religión musulmana y su bilingüismo español-amazigh, portando un maravilloso –y en ocasiones incomprensible- acento que profundiza en el andaluz hasta mezclarse con la fonética magrebí.
Están a continuación los marroquíes que viven en Melilla. Los hay que cuentan con permiso de residencia y trabajo y los hay que están en la ciudad de forma ilegal. Muchos no hablan español y suelen vivir en los barrios de la periferia, donde el paisaje es homogéneo y apenas hay población española cristiana. Junto a ellos flota la enorme cantidad de marroquíes que entran y salen a diario de la ciudad por trabajo o comercio. Los que vienen de los pueblos limítrofes –Farhana, Beni Enzar, Mariguari y Nador, todos pertenecientes a la provincia de Nador- tienen permiso para entrar y salir de Melilla a diario. Lo mismo sucede la inversa: los melillenses pueden entrar en Nador mostrando su documento de identidad. Cualquier otro español debe portar pasaporte. Así, hay un flujo constante de salida y entrada que convierte los puntos fronterizos en permeables pasos siempre abarrotados. En estos pasos tiene lugar el llamado comercio atípico, que en realidad es contrabando tolerado por las autoridades. En hora punta se forman marabuntas de porteadores que, por tres o cuatro euros, cargan con enormes fardos de mercancía hasta el otro lado de la frontera: gritos, calor, polvo, ancianas dobladas por el peso, empujones de la policía… Los pasos fronterizos de Melilla forman un ecosistema aislado, donde rige la practicidad más allá de la ley.
La población se completa con una comunidad judía de unas 1.500 personas, unos mil gitanos completamente integrados en la ciudad y que, en su mayoría, pertenecen a la clase media y unos 200 hindúes. Melilla es como un laboratorio de convivencia cultural que siempre ha funcionado. Las grietas aparecieron hace unos años. No muchos.
-Existe un segmento de población española cristina que vive de espaldas a los marroquíes y a la inmigración en general -explica José Oña-. No quieren saber nada y nunca o casi nunca han atravesado a Marruecos.
Es este segmento el más polarizado, el que con más orgullo porta las banderas nacionales, el que escora su patriotismo a la derecha y en el que se infiltran nostálgicos de épocas en las que Melilla era una plaza militar vinculada a la dictadura franquista, que sometió a España entre 1939 y 1975. Muchas calles tributan a figuras del régimen y Melilla es la única ciudad del mundo en la que todavía sigue en pie una estatua del Generalísimo. Encuentran su decisión electoral en el Partido Popular (PP), partido conservador que se considera a sí mismo de centro-derecha y que gobierna en la ciudad desde 1991 con una sola interrupción en el poder de dos años, en 1998 y 1999. Ese segundo año, por cierto, alcanzó la alcaldía de la ciudad Mustafá Aberchán, primer alcalde musulmán en la historia de la democracia española.
-El resto vivimos con normalidad, tenemos casas de playa alquiladas en Marruecos y cruzamos con frecuencia la frontera. En general la convivencia es buena y siempre hemos vivido casi mezclados ambos pueblos. En armonía. Es verdad que hoy hay más tensión que hace años. El tema de la valla ha polarizado un poco las posiciones.
Mordejay Guahnich es judío y presidente de la Asociación Cultural Mem Guímel. Explica que la comunidad judía melillense nunca ha tenido roces con la musulmana. Pero, como José Oña, percibe cambios en los últimos años.
-Los primeros problemas comenzaron no hace mucho, cuando Israel atacaba Palestina. Aparecieron algunas pintadas y hubo algunas amenazas. Hoy sucede que algunos barrios musulmanes están aislados y se han radicalizado. Y los judíos ya no podemos caminar por ellos tranquilamente. Es la gente joven. Entre los mayores no tenemos ningún problema.
En uno de esos barrios, conocido como Cañada de la Muerte, fueron detenidas cuatro personas el pasado mes de febrero acusadas de conformar una célula yihadista.
-Eran mis vecinos –cuenta Suhaila, una joven marroquí que, desde hace años, espera a que el gobierno español le conceda la nacionalidad-. Detuvieron a una chica, a su novio y a los dos hermanos del novio. Yo me llevaba muy bien con ella cuando éramos pequeñas, pero cuando conoció a este chico cambió. Dejó de hablarme y ya ni saludaba por la calle. Se puso un velo. Aquí todos sabemos quiénes están metidos en esas cosas…
El cóctel lo completa la población de tránsito de, aproximadamente, dos mil personas que siempre se hallan en Melilla. Son rotatorios. Llegan desde Argelia, el África subsahariana o un país en conflicto que provoca refugiados, esperan a que los manden a otro lado y, cuando se van, otros los sustituyen. Pero siempre están ahí, coloreando el paisaje social de Melilla y, desde hace años, poniendo involuntariamente de su parte en el aumento de la tensión. Concretamente desde que se levantó la valla. La valla de Melilla.
Sare Abdallah de Costa de Marfil saltó la valla en su tercer intento.
Foto © Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS
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A pocos metros de la valla de Melilla, en territorio español, se mantiene en pie una maltrecha alambrada de apenas medio metro de altura y sujeta por estacas de madera. Parece la linde de un cultivo, pero es la antigua frontera.
-Ésta es la valla que había antes de empezaran a construir la actual -señala José Palazón, vecino de Melilla y presidente de la asociación Prodein, una ONG que ayuda a inmigrantes menores de edad en la ciudad-. Como ves, se puede cruzar levantando una pierna.
No es el único que recuerda con nostalgia una época sin barreras. Ana, también vecina de Melilla, opina igual.
-Nos íbamos a la playa a Marruecos y el gendarme marroquí nos preguntaba a qué hora íbamos a volver para esperarnos y no irse antes. Es que no necesitaba ni vigilancia la frontera.
A principios de los años 90 se registraron las primeras llegadas de inmigrantes subsaharianos a Melilla. Hasta ese momento, España, todavía en fase final de resurrección tras 36 años de dictadura militar, no suponía ningún atractivo para los migrantes. Si acaso, los que se colaban ilegalmente en la ciudad en busca de una oportunidad eran los marroquíes, un fenómeno que nunca llegó a desembocar en un problema social. Según la Asociación Española Pro Derechos Humanos de Andalucía (APDHA) en su informe anual ‘Frontera Sur’ de 2014, entre 1990 y 1994 llegaron tan solo 300 inmigrantes subsaharianos a Melilla. Casi todos ellos fueron acogidos por la Cruz Roja en campamentos y, tras largas esperas para regularizar sus situaciones, enviados a la Península. El cambio de situación tiene fecha: 26 de marzo de 1995. Ese día entra en vigor el Acuerdo de Schenge, un tratado europeo por el cual se abolen las fronteras entre países de la Unión Europea (UE) y se aprueba la libre circulación entre los estados miembros. Melilla se convierten en puerta de entrada para Europa y a España el nuevo escenario le queda grande.
Unos 800 inmigrantes accedieron a Melilla en 1997, cifra que se disparó hasta los aproximadamente 3.000 en 1998, según datos de la APDHA. Decidió entonces el gobierno desarrollar un programa de acogida con dos caras: una consistía en la construcción de un Centro de Estancia Temporal para Inmigrantes (CETI), que sustituiría a los campamentos y que fue inaugurado en 1999; y la otra en una valla que rodease el perímetro de Melilla. El Ejecutivo español –respaldado por las políticas migratorias de la Unión Europea- entendía que aquella era la única manera de controlar un flujo de llegadas creciente y que, según el gobierno, amenazaba la cohesión social de Melilla.
La construcción empezó en 1998 y fue financiada por la UE, que destinó a tal empresa 35 millones de dólares bajo el nombre “Fondos Europeos de Desarrollo Regional”. Consistía en una sola cerca de tres metros de altura a la que enseguida se le añadió otra en paralelo. En el año 2005 se elevaron hasta los seis metros y en 2007 se añadió una nueva cerca de tres metros entre ambas vallas. La barrera parte del dique de la playa, en el extremo norte de la ciudad y, sin perdonar un palmo, llega al punto sur, donde incluso se descuelga sobre el agua para evitar ágiles intrusiones. El mar da el relevo en forma de barrera natural: los subsaharianos, en su mayoría, no saben nadar.
Trepar la valla está al alcance de pocos. Exige elegidas cualidades físicas o enorme desesperación por hacerlo. Además de detectores de movimiento, cámaras de visión nocturna y constante presencia policial, las vallas contienen una malla antitrepa que impide introducir los dedos. En determinados –pocos- puntos del recorrido hay cuchillas. Se comenzaron a colocar en el año 2005, ante la protesta de muchos ciudadanos españoles, pero su instalación fue paralizada tras comprobar que muchos inmigrantes sufrían profundos cortes en manos y piernas. En 2013 el actual gobierno reanudó la colocación de las concertinas y, de nuevo, fue paralizada ante las quejas y evidencias del peligro. Tampoco importa: al otro lado de la valla Marruecos ha levantado su particular barrera plagada sin disimulo de cuchillas.
-Cuando llegan a la valla española – explica un agente de la Guardia Civil- llegan hechos escabechina. Llenos de cortes y con las manos y piernas ensangrentadas.
El proceso suele repetirse: los subsaharianos aparecen en grupos de doscientas o trescientas personas, suben con ganchos y clavos la primera valla, saltan, se encaraman a la segunda y solo los más rápidos logran descender al suelo de Melilla. El resto se queda sentado a caballo mientras los agentes, debajo, forman un cordón humano. La escena entonces se bloquea: a un lado los policías marroquíes, al otro los españoles y en medio, durante horas, los chicos subsaharianos subidos. La Guardia Civil apoya escaleras en la valla para que bajen. A veces caen desmayados. Otras, ya sin fuerzas, son bajados por los agentes. En ocasiones se pierde el control.
El 18 de marzo de 2014 un grupo récord de casi 800 jóvenes se abalanzó contra la valla en un intento de usar su gran número como estrategia para pasar. La imagen conmocionó a la audiencia española: la valla se llenó de subsaharianos escalando desesperados, amontonándose unos sobre otros, con cortes en brazos piernas, mientras la policía marroquí les golpeaba con palos tratando de que reculasen. Unos 500 lograron llegar al otro lado, más de un centenar con heridas que, en algunos casos, precisaron cirugía.
El 22 de octubre del mismo año, a las 7 de la mañana, lo intentaron unos ochenta. Alcanzaron la valla, se subieron y se quedaron bloqueados por ambas policías a cada uno de los lados de la valla. Se repetía la escena: decenas de subsaharianos a horcajadas sobre la cerca esperando un hueco, un despiste, un milagro. La espera, aquel día, se alargó demasiado. Varios inmigrantes sufrieron desmayos. Otros aguantaban sobre la valla semiinsconcientes. Se negaban a rendirse. El último bajó a las nueve de la noche. Catorce horas después.
Dos días antes los inmigrantes habían mostrado su organización con cinco saltos simultáneos en otros tantos puntos diferentes de la valla. Cada grupo lo componían 50 jóvenes. Pese al despliegue, aquel día, solo uno consiguió cruzar.
A veces el drama cierra el círculo. No podía ser de otra forma. A las 5 de la mañana de un martes de julio de 2006, setenta inmigrantes intentaron el salto. Coincidieron en la intentona con un destacamento del ejército marroquí que los vio y abrió fuego. Un chico camerunés murió y otros ocho fueron gravemente heridos. Dos más, interceptados por la policía marroquí, murieron a golpes.
Se repitió la tragedia también en julio, esta vez de 2013. Unos 125 inmigrantes asaltaron la cerca defendiéndose a pedradas de la persecución de la policía marroquí. Cuarenta pasaron. Tres se quedaron por el camino. Dos en el lado marroquí, por causas no aclaradas por Maruecos. Otro en el lado español. Lo encontraron los agentes de la Guardia Civil de madrugada, tirado entre unos arbustos. Dijo la autopsia luego que murió de un infarto.
En septiembre del año pasado dos jóvenes cameruneses fallecieron tras ser interceptados por la policía marroquí, junto a otros 160 inmigrantes, cuando se dirigían a la valla. Uno de ellos, Roumián Tisse, de 26 años, fue visto en el depósito de cadáveres de Nador por miembros de una ONG española. El otro muerto nunca apareció. Las autoridades marroquíes no informaron de ningún fallecimiento ese día.
El oscurantismo que rodea a cada salto no permite aseverar cuántas vidas se han quedado en la verja. Son al menos 30 desde 2005, según las estadísticas. Probablemente sean más.
Durante el año 2014 unos 20.000 subsaharianos intentaron saltar la valla. Consiguieron alcanzar Melilla 2.300, un 10%. El resto, y los que continúan llegando, aguardan en este momento su oportunidad. Su gran salto.
Las escenas que la valla de Melilla ha brindado al mundo desde su construcción demuestran con crudeza que entrar en Europa tiene un precio.
Fin de la primera parte