Kunga y la monja budista china Shi Yag Xiu.
FOTO © Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS
Estar en Tíbet sin estar. Un drama que conocen bien los 150.000 exiliados que habitan desde hace medio siglo fuera de esa región que China asume como propia. Viajamos a Dharamsala, en India, la sede de su Gobierno. Una ciudad espejo desde donde abordan nuevos retos y se solidarizan con las protestas en el interior: ya son 115 los inmolados desde 2009.
Por Lola Huete Machado
Publicado en EL PAÍS SEMANAL el 12 de mayo de 2013
“EN LA CÁRCEL OÍAMOS EL NOMBRE DE DHARAMSALA EN VOZ MUY BAJA Y SURGIÓ UN RESPETO REVERENCIAL”
Dentro / fuera. Desde la recepción del hotel Tíbet, en McLeod Ganj, el barrio alto de Dharamsala (India), se ve el mundo pasar sin descanso por una calle de tierra. Peatones, coches, vacas, perros, monos… Basta sentarse, mirar y esperar. El todo Tíbet intergeneracional en el exilio cruzará por ahí antes o después. El todo oenegero occidental. Y el todo turista alternativo llegado aquí en busca de lo místico o exótico. El ambiente es el de una población bien viva, un Times Square de cuatro calles en cuesta, un balneario de altura repleto de vestidos y rostros curtidos (“chinky tibetan face”, lo llaman), monasterios con nombres replicados de los del interior de Tíbet y dramáticos currículos personales.
Aquí lo mismo se oyen los mantras de los monjes, las palmadas de los debates filosóficos de los estudiantes en el templo mayor (Tsuglagkhang) o las letanías de las procesiones por los inmolados (dentro, en Tíbet) que la música occidental en los restaurantes, los gritos de los tenderos o la algarabía popular en cuanto el Dalái Lama sale de su residencia en el monasterio de Namgyal, donde se instaló tras su exilio en 1959… Y sale mucho. Todo salpicado siempre por olas color vino, el tono de los hábitos de los monjes que nunca paran quietos, ida y vuelta desde el templo, la kora, el círculo que es la purificación del karma.
“En prisión”, dirá el monje octogenario Palden Gyatso, 33 años encarcelado por los chinos, “oíamos pronunciar el nombre de Dharamsala en voz muy baja y en nuestro interior surgió una sensación de respeto reverencial”. Un sueño. Aquí está ahora, en su habitación colorista del monasterio de Kirti: “Es más reducida que mi celda, pero soy libre”. Hombres libres en tierra extraña.
Carretera a Dharamsala. Este viaje nos ha traído hasta la cuna del exilio tibetano en India, previa parada en zona de refugiados en Delhi, donde existen centros de recepción y asentamiento para ellos, al igual que al sur del país o en Nepal. Hay desde Delhi 12 horas hasta llegar aquí, a través de ciudades del Punjab e Himachal Pradesh atestadas de comercios y carteles que dan pistas de lo mucho que los dioses han mutado por aquí: arrasan la Coca-Cola y el cemento. Primera etapa por autopistas de locura y última por carretera de montaña en vehículos suicidas cuyos conductores no saben de descanso… Mientras avanzamos aún no lo sabemos, pero el monje budista de 28 años Lobsang Thokmey ha decidido ya prenderse fuego en protesta por la situación de su pueblo. Una práctica que crece desde 2009, tras la represión china contra las manifestaciones tibetanas durante los Juegos Olímpicos del verano anterior (hubo incontables muertos y arrestados): 115 inmolados van al cierre de este texto. En nada McLeod Ganj se llenará de tibetanos en procesión, vela en mano, oración en los labios, protesta, sin prisa pero sin pausa. Los tibetanos son beduinos de altura.
Manifestación en las calles de Mac Leod Ganj.
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El arroz ceremonial. Del aislamiento de Tíbet hoy (con una superficie como Europa Occidental, no se puede entrar ni salir), de esperanza ante el nuevo presidente chino y de las inmolaciones constantes, su eco y la preocupación internacional se habla en primer lugar en el Parlamento (Kashag), convocado para su sesión bianual en la zona administrativa en Gangchen Kyishong. Se ve a los 44 diputados (se reparten entre las tres provincias y las cinco escuelas del budismo tibetano) sentados en mesas escolares con los cuencos de dresil, el arroz ceremonial. Han llegado de todo lugar: unos 20.000 tibetanos viven en esta esquina, 100.000 en toda India, 20.000 en Nepal, otros tantos en Norteamérica o Europa.
Ellos los representan. Y sus sesiones despiertan ahora gran interés, pues los exiliados se enfrentan al reto de la democratización creciente desde que, en marzo de 2011, el Dalái Lama (Tenzin Gyatso, 1935; nobel de la Paz en 1989), que era el poder al completo, renunciara a lo político. Él lo había anunciado ya: “El cambio está llegando al sistema político tibetano, es una desgracia que suceda en el exilio, pero esto no nos va a impedir aprender el arte de la democracia… Esto permitirá a los tibetanos decidir su futuro”. Y el futuro ya está aquí.
Invitada hoy en el Congreso es la escritora Dagmar Bernstorff, a quien agradecen su esfuerzo por retratar su realidad. Su libro The tibetan diaspora (Orient Longman) es compendio de todo lo que hay que saber del ayer (cuando miles salieron de su tierra de la mano de su líder espiritual) y del hoy. “La comunidad tibetana en el exilio es una de las más exitosas del mundo. Los habitantes del ‘techo del mundo’ han tenido que superar tres desafíos: sobrevivir, construir un sistema educativo milagroso que ha roto el analfabetismo anterior y desarrollar la democratización…”, afirma. “Fue una buena decisión crear asentamientos fijos donde reconstruir sus vidas. Contrasta con otros grupos de refugiados que habitan décadas en campos provisionales”. Todo tibetano sabe tanto sobre su tierra que un mundo paralelo ha surgido solo, cual avatar. Habitar fuera; vivir de corazón, dentro.
Vigilia por el inmolado Lobsang Thomkey. Calle de Mc Leod Ganj.
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‘The Outsiders’. En las últimas elecciones (2011) fue elegido primer ministro el abogado Lobsang Sangay (del que el alemán Christian Paehler anda haciendo un largometraje titulado The outsider que valdría para todos), hierático y protocolario. Y parlamentario por Europa el monje Thubten Wangchen (1954), director de la Casa de Tíbet, con sede en Barcelona, que es quien nos ha traído hasta este mundo bipolar. Pero aún no existen partidos políticos. Se están fraguando para 2016. Y promete ser interesante. Todos valoran la democratización, pero, siempre con la unión y la no violencia por bandera, algunos temen perder de vista el objetivo: dar respuesta sólida ante los chinos. Nueve rondas de negociación ha habido, la última en 2010. Y nada. “La compasión es la base del budismo tibetano”, repite el Dalái Lama. Y lo recordará en los cursos de meditación que impartirá estos días en el majestuoso hotel Taj Majal de Delhi ante un público de adinerados indios entregados a sus enseñanzas y a su persona. Nada extraño: él transmite energía y buen espíritu.
Gasolina. “Los inmolados beben gasolina antes de prenderse, y así se aseguran la muerte; lo más terrible es sobrevivir”, cuenta Wangchen. “Y corre el rumor dentro de que hasta que no lleguen a 200 los muertos, la ONU no hará nada; nos preocupa esto”. Sus nombres, rostros y cuerpos quemados son presencia constante: carteles en calles, comercios, escuelas…: Tsering Kyi, de 19 años; Jamyang Palden, de 34; Samdup, de 16; Tadin Dorjee, de 54… Del drama sabe mucho el estudiante Gyaltsen, de 23 años, delgado y guapo, quien, tras seis meses de travesía, llegó junto a su hermana a India en 2004. Su primo Lobsang J. se inmoló, y fue sonado. Dice que es difícil entenderlo desde fuera: “Porque aquí somos libres, podemos hablar, protestar…; allí no pueden mostrar nada que remita a nuestra cultura, están vigilados… Mi hermano me dijo un día por teléfono: ‘Tu primo dice que va a hacer algo grande’. Al poco se quemó”. Gyaltsen no espera ayuda internacional: “Lo que tenemos que hacer debemos hacerlo por nosotros mismos, India no nos va a ayudar en política, y tampoco la ONU con China ahí dentro…”.
¿Qué hacer entonces? “Preservar nuestra cultura y nuestra lengua, permanecer unidos… Y lo estamos. Las tres provincias tibetanas son hoy más nacionalistas y comprometidas que hace 50 años. Nuestra identidad no se difumina”. Desafiantes, varias generaciones han pasado ya y los chinos están, cuanto menos, desconcertados. Millones de ellos viven hoy en Tíbet, superando los seis millones de tibetanos.
El poeta y activista Tenzin Tsundue en la vigilia por el reciente inmolado.
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La humedad del exilio. Dharamsala tiene raíces budistas desde hace casi 3.000 años, aunque quizá eso no lo supiera el primer ministro indio Nehru en 1960 cuando decidió donar este lugar del Kangra Valley a los refugiados que llegaban a miles. Y sí: en el año 635 antes de Cristo se contaban aquí 50 monasterios. Los brahmanes los eliminaron luego, y las invasiones hicieron estragos. La última, la británica, estableció un regimiento en 1949 que al poco era ya hill station de moda. Perdió adeptos en 1950, cuando un terremoto barrió las laderas y la población se mudó abajo. “Estamos cerca de los 1.900 metros”, nos lee en inglés un niño en la más importante y grandiosa escuela tibetana (en la montaña, 2.000 alumnos con patrocinadores o en busca de ellos), la TCV, red que pusieron en marcha las hermanas del Dalái Lama, “máximo 38 grados, menos cero en invierno. Monzón en julio”.
No lo menciona, pero la humedad está inyectada de por vida en los edificios. Y ella es como el lastre del exilio en las personas…si no la controlas, afectará tus cimientos. Gyaltsen lo expresa bien: “No estoy con mis padres, no estoy en mi aldea y no puedo ayudarles. Me gustaría regresar a mejorar sus vidas. Y se morirán sin mí y yo me sentiré siempre culpable…”.
Ojo de elefante. Si la narración del sufrimiento de algunos corta la respiración, las vivencias de otros atrapan. Sucede con Wangchen, que habla un castellano propio del que brotan imágenes en tiovivo: perdió pronto a su madre, cruzó el Himalaya de niño y fue siempre monje genuino vinculado al Dalái Lama, que le animó a salir al extranjero. Aterrizó cual ser extraño en España en 1981 (hay un centenar de tibetanos)…Él nos explica el entramado que facilita que la causa de Tíbet sea hoy global: hay tres oficinas fuera del Gobierno en el exilio; miles de centros budistas que abren los lamas a su gusto; casas de Tíbet en Londres, México, Nueva York (el padre de la actriz Uma Thurman es el encargado; Richard Gere la dejó y abrió el Tibet Center)… El budismo crece y crece. “Y es comprensible. En situaciones de crisis, la gente busca soluciones individuales y se acerca a las religiones”, dice. Wangchen es la personificación del ser tibetano: afable, franco, medita en voz alta, junta las manos, mira al cielo, ríe mucho… “El color granate del hábito nos protege del frío, el azafrán del calor y los ribetes azules son de ojo de elefante, que siempre mira hacia delante… como los monjes mismos”.
El monje Palden Gyatso, preso durante 33 años. Monasterio de Namgyal.
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Ministras y monjas. Los diputados se reúnen en una sala provisional mientras se construye la nueva Cámara junto al templo de Nechung, el del oráculo, algo no casual, pues es protector. Hay dos ministras en el Kashag. Y varias parlamentarias (destaca Dhardon Sharling). No se ven monjas en él. Pero es fenómeno nuevo: su número ha aumentado mucho. “Y por vez primera hay dos que optan al grado Geshe de filosofía budista, fundamental para ascender”, aclarará Samten Chodon, vicepresidenta de la Tibetan Women’s Association (fundada en 1959). Hay seis conventos femeninos en Dharamsala: vemos a las monjas aquí y allá, aplicadas en el rezo y el trabajo al aire libre, muchas son niñas. El concepto dentro / fuera importa. “Las mujeres estamos aquí mejor que en Tíbet, somos más libres, tenemos educación gratis y más igualdad. Nuestro mayor problema es la autoestima”.
El poder de la antiviolencia. La ministra de relaciones internacionales, Dicki Chhoyang, está muy segura: “La solución a nuestra situación es el diálogo con China, y el tiempo juega a nuestro favor. Si miras superficialmente, parece que no hay implicación internacional en la causa de Tíbet, que somos los últimos de la fila, que nada se mueve; pero si lo haces en profundidad, verás que el peso de los movimientos antiviolencia es creciente, no es solo por Tíbet, es el mensaje global de cómo así y no con el terrorismo o la guerra se pueden resolver conflictos”. Ellos, dice, trabajan duro fuera y dentro: “Con disidentes chinos e intelectuales, con la diáspora y los demócratas… China tiene intereses que le obligan a relacionarse y los mensajes sobre derechos humanos son claros… Nosotros queremos una autonomía genuina en la región, no lo que hay ahora, que no es tal”.
Hay tibetanos, sin embargo, que claman por la independencia… “Tenemos libertad de discurso entre nosotros. El Gobierno ha de trabajar con la realidad, con lo factible”, concluye. Pero por primera vez sucedió en la Cámara algo que es novedad. Uno de sus miembros pronuncia tal palabra, independencia. Lo cuenta Wangchen. “Se levantó y dijo: ‘Antes aceptábamos el camino medio como lucha porque lo indicaba el Dalái Lama, pero ahora que él dejó la política, puedo decir que yo soy luchador por la independencia”.
Postura que defienden especialmente los jóvenes. “La inmolación es la más alta forma de protesta no violenta. No es suicidio, sino sacrificio. Y el único responsable es el Gobierno chino”, afirma en su oficina Tsewang Rigzin, presidente del Youth Congress, la mayor organización juvenil (35.000 miembros). Lo mismo (o similar) que otras organizaciones, Gu-Chu-Sum, Student for a Free Tibet o el National Democratic Party of Tibet. “Nadie quiere vivir bajo la ocupación china. Respetamos la postura del Gobierno, pero queremos la independencia para garantizar la supervivencia de nuestro pueblo”, dice Rigzin. “No quiero morir como un refugiado… igual que las primaveras árabes han brotado cuando nadie lo esperaba, brotará aquí y dentro de China”.
El Dalái Lama ya dijo a los jóvenes: “¿Y quién os va a dar la independencia y cómo tomarla? ¿Con las armas, con sangre, con alguien que apoye? No hay nadie”. Estos días, una vez más, el Gobierno de EE UU ha pedido a China, al hilo del viaje del secretario de Estado, John Kerry, que entable diálogo… Hay quien cree que, si no, los tibetanos dentro acabarán como los indios en Norteamérica, exterminados.
Main Square. Mc Leod Ganj.
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La querella. Wangchen cree que esto ya ha ocurrido. Por eso, cuando el Comité de Apoyo al Tíbet y la Fundación Casa de Tíbet interpusieron en 2006 una querella en la Audiencia Nacional en España contra ex líderes chinos por genocidio cometido contra su pueblo en los ochenta, él se personó como acusación particular. Más de un millón de muertos se cree que hubo. “En seis años de diligencias hemos aportado una cantidad de evidencia que desborda el juzgado: informes de la ONU, del Parlamento Europeo, de organismos de derechos humanos (HRW, AI…). Todos han ratificado los hechos. Ha habido declaración de testigos y víctimas, comisiones rogatorias… Los querellados se han negado a declarar, así que solo falta que el juez dé el paso, que sean detenidos como lo fue Pinochet”, asegura José Elías Esteve, abogado y autor de un libro de referencia, El Tíbet: la frustración de un Estado. Ahora esperan sentencia. “¿Mi pálpito? Que la verdad está de parte de las víctimas, pero que los condicionamientos políticos son muy grandes; debemos tener confianza en que el sistema judicial funcionará… y si no, recurriremos”.
A declarar, a España vinieron testigos internacionales (como el médico Blake Kerr), expresos como Takna Jigme Sangpo, Ven. Bagdro o Palden Gyatso, que describe su vida perdida en Fuego bajo la nieve. Memorias de un prisionero tibetano, del escritor Tsering Shakya. Este dice: “Cuando le conocí, llevaba lista de muertos y fechas, para no olvidar a los que no pudieron sobrevivir para contar la barbarie”. Detenido con 28 años y liberado con 61, narra el daño de la revolución cultural, la destrucción de los templos… “Espero poder expresar en palabras el dolor que sienten todos y cada uno de los tibetanos”. Torturas, reeducación, fuerza y perdón. ¿Qué siente por los chinos? “Tuve miedo de perder la compasión por ellos”. Un día vemos a Palden rezar en el templo mayor, en un acto emotivo y multitudinario, tan quieto y dentro de sí como si la vida se le hubiera ya escapado. Y comprendimos su fuerza.
Librerías en McLeod Ganj. Abundan. Bookworm, por ejemplo, está regentada por Dorjee Lhamo, una mujer en los 60, cuyo rostro es como el surco del altiplano que la vio nacer. Basta mirarla para sentir la dureza del clima, el olor de la cebada tostada y el té con mantequilla; para ver los yaks, los niños con el culo al aire por las aldeas… Dorjee remite a una obra que cuenta “el viaje”, cuando el Dalái Lama –que asumió el poder con solo 15 años en 1950 (el mismo que China ocupó Tibet)– salió desde Lhasa, 17 días por el país de las nieves: el Dalái Lama con Mao, a caballo, con Nehru… Fotos de los primeros campamentos en India donde, dado el número y el calor, mujeres y niños morían mucho… Lhamo vende otra obra que actualiza, desde lo global, el medio siglo transcurrido: Virtual Tibet. Buscando el Shangri-La. Desde el Himalaya a Hollywood (Orville Schell), se titula. Habla de la fascinación que siempre ejerció Tíbet en Occidente (conquistadores, aventureros, cineastas, misioneros…) hasta convertir “la tierra más austera del planeta… en obsesión e incluso en ideal para comunidades hedonísticas como el mismísimo Beverly Hills”.
Un día en el monasterio de Gyuto, entre fuertes controles de la seguridad india, le preguntamos al karmapa, líder espiritual de una de las escuelas tibetanas, la Kagyu, por qué su religión es tan querida y qué significa ser budista hoy. “En este siglo el mundo es más pequeño, todos estamos más cerca unos de otros, la interconexión e interdependencia es mayor, tener curiosidad y compartir es necesario para entender el mundo, salvaguardarlo y cuidar lo que nos ha sido dado, animales, medio ambiente, seres humanos… En eso el budismo lleva delantera: compartir es nuestro verbo, la base de nuestra filosofía, como el respeto, la no violencia, los derechos y la compasión”.
Vigilia por el inmolado Lobsang Thomkey.
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El templo mayor. En lo laboral, los tibetanos de Dharamsala, muchos sin nacionalidad india, sin Estado y sin mucho trabajo, se buscan la vida como pueden. No tienen permiso para crear grandes empresas, tampoco para comprar tierra o casa. Una salida es el menudeo: ropa, medicina tibetana, masajes, agencias de viaje… Pero la competencia india es alta. Hay buen mercado turístico al calor de su santidad. Hay esquinas inolvidables en Dharamsala, por la mezcla de mensajes y mundos. Hindúes, budistas, sijs, judíos, cristianos o ateos. Pero nada como el templo mayor; imprescindible; todos van o vuelven de él. Y los miércoles, el día sagrado del Dalái Lama, los mayores hacen la kora (un círculo completo alrededor de la estupa o monasterio) a su alrededor y realizan ofrendas al aire de harina de cebada. “Om mani padme hum”, recitan el mantra de la perfección, de la generosidad a la sabiduría, mientras mueven los rodillos…
Recién llegados. “Ahora que por vez primera, al fin, tenemos un gran centro de recepción para albergarlos, apenas llegan refugiados”. Risas. Wancheng, de nuevo. Y sí, a unos 15 kilómetros de Dharamsala, financiado por EE UU, se construyó en 2011, con capacidad para 400 personas. Solo hay 19 recién llegados de rostro rural y mucho desconcierto que se amontonan en la clase de inglés y serán trasladados a las llamadas “Transit Schools”. “Antes de 2008 llegaban 3.000 al año; hoy nadie intenta salir, el miedo a ser detenido es grande, sobre todo desde que Nepal es aliado chino”, cuenta el director. “Somos gente muy orgullosa y con coraje, resistiremos otro medio siglo”, dice Ringchen Samdup, de 72 años, exprisionero y cocinero del centro.
Samdup comparte experiencia carcelaria con Palden Gyatso y otros como Rinzin Cheoney, de 77 años, o su compañera Ama Adhe, de 85. Esta última luce trenzas, mandil tradicional, bastón. ¿Odiaba a los chinos?, le preguntamos. “Los quería ahogar”, responde ella, “por retenerme 27 años”. Adhe nos ve partir desde lo alto frente a terrazas de restaurantes repletos de occidentales. Hay barullo. Dicki Lhamo, activista, avisa: “Hay otro inmolado. Una mujer. Kunchok Wangmo, de 30 años”.
El recién llegado Tsultrim en Transit School.
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“Team Tibet”. Suena otra vez el megáfono y otra vez las calles se llenan de banderas. Muchos visten camisetas elocuentes, son equipo: “Team Tibet”. Vigilia de velas por la nueva inmolada. Ahí está el poeta y activista Tenzin Tsundue, quien lo mismo convoca manifestaciones que escala fachadas para instalar pancartas tipo “Free Tíbet” durante las visitas a India de mandatarios chinos. Todo el mundo aquí le conoce. Quien más, la policía india… Cuando llega la procesión al templo hay cántico doloroso y discurso de Tsundue: “Nuestro enemigo no es cualquier cosa, nos enfrentamos a la economía global. Cualquiera que comercie con China debe saberlo. China está interesada en las minas de oro, cobre y litio en Tíbet, en sus ríos…”.
Sus libros, Crossing the border y Kora, son alabados. Lo mismo pone versos a la desesperación de los exiliados de más edad (“Estoy cansado / estoy cansado de vender jerséis en la cuneta / cuarenta años sentado entre polvo y escupitajos) que a los jóvenes: “Soy un tibetano. Pero no de Tíbet”.
El círculo aún no está cerrado.
Publicado en EL PAÍS SEMANAL el 12 de mayo de 2013