Una valla triple de seis metros separa a los inmigrantes de su sueño.
Foto © Ángel López Soto
SALTAR A EUROPA
Texto de Nacho Carretero – fotos de Ángel López Soto
Tras atravesar desiertos y peligros, miles de africanos y sirios que huyen de la miseria y de las guerras se hacinan en Melilla, el blindado enclave español en el Mediterráneo. Una valla triple de seis metros los separa de su sueño.
El padre de Hamza es militar. Su madre, enfermera. Es el tercero de cuatro hermanos. Son de Tánger, ciudad al norte de Marruecos, en la costa que se enfrenta al sur de España, apenas alejadas ambas por un estrecho brazo de mar que sirve de frontera: la más desigual del mundo; la que separa África de Europa. La familia de Hamza es de clase media. Subsisten sin mayores problemas y el padre le dijo a Hamza que cuando cumpla 16 años podrá entrar en el ejército y labrarse un futuro prevenido de sustos económicos. Pero el chico, que ahora tiene 13 años, se fue de casa hace cinco meses. Tomó un bolso y se marchó con unos amigos haciendo dedo hasta Melilla, una de las dos ciudades españolas que hay en territorio marroquí (la otra es Ceuta). Se fue porque le contaron que en Europa le espera una vida mucha mejor que la planeada por su padre. “Yo no quiero ser militar. Quiero vivir en España y tener dinero y una buena casa”, cuenta con su voz todavía sin cambiar. Con su tez sin asomo de la adolescencia. La ropa sucia, la cara manchada. Como un niño travieso. Lleva seis meses viviendo entre las rocas del puerto melillense. A él y a los otros cientos de chicos que subsisten en las calles de la ciudad les llaman menas, iniciales de Menores No Acompañados. Llegan solos y solos intentan colarse cada madrugada en el ferry que une Melilla con la ciudad andaluza de Málaga, ya en suelo europeo. “Varios amigos lo han conseguido. Me están esperando allí. Tengo que conseguir entrar esta noche, me escondo en algún agujero en el barco y bajo en Málaga.” El puerto está lleno de policías por la noche. Vigilan a los niños aspirantes a polizones. Algunos lo intentan nadando, otros descolgándose por un cabo, otros encajándose en los motores. Todo con tal de llegar a Europa. “Esta noche será mi último intento -cuenta Hamza en un descampado de Melilla, donde charlamos-. Lo he intentado cinco veces, si no lo consigo hoy, regreso a casa. Estoy un poco cansado de vivir en la calle.” “¿Tus padres saben que estás aquí?” “Sí. Cuando hablo con mi madre llora. Y me pide que vuelva. Pero hay otros padres que traen en auto aquí a los niños. Los dejan en la frontera y les desean suerte para colarse en el barco. No sé por qué hacen eso. La vida aquí es mala, dormimos en mantas en el puerto y los niños se pegan entre ellos y fuman hachís. Es mala vida.” La de Hamza -que se perdió en la noche melillense sin desvelar el final de su aventura- es sólo una historia. Una de las miles que se pueden encontrar en el Mediterráneo, el lugar donde Europa está a un paso por el que vale la pena arriesgar todo.
La Unión Europa estima que sólo en el último año murieron ahogadas unas 1700 personas intentando alcanzar Europa en precarios barcos a través del Mediterráneo. Unas 20.000 desde el año 2000. Otras tantas podrían haber fallecido sin que nadie se haya enterado. Tal vez más, cómo saberlo. El flujo de emigrantes africanos hacia el sueño europeo es incesante. Y no parece que vaya a detenerse. Llegan desde Somalia, Eritrea o Sudán atravesando la guerra civil de Libia. Llegan desde Níger, Mali o Nigeria cruzando el territorio de Al-Qaeda para el Magreb Islámico. Llegan desde Ghana, Burkina Faso, Senegal o Costa de Marfil recorriendo el desierto del Sahara en camiones. O, directamente, salen desde Marruecos o Argelia. A todos ellos se les ha unido en los dos últimos años el flujo de refugiados sirios que se alejan del conflicto. Las rutas están perfectamente organizadas. Las mafias de la inmigración lo organizan todo como si fueran agencias de viajes. Cobran entre 800 y 2000 dólares por persona (los ahorros de toda la vida de familias enteras) y ofrecen transporte, paso por las fronteras africanas previo soborno a los agentes de aduanas y ruta final hasta Europa. El negocio es gigantesco y mucha -muchísima- gente está ganando mucho -muchísimo- dinero con él. Una de estas rutas desemboca en Melilla, localidad española en suelo marroquí de 80.000 habitantes, doce kilómetros de largo por tres de ancho y una valla triple de seis metros de altura rodeando la ciudad. Europa cierra el paso.
Familia siria en los alrededores del CETI.
Foto © Ángel López Soto
Melilla no fue siempre punto de llegada de los flujos migratorios. A principios de los años 90 ni siquiera había una valla alrededor de la ciudad, sólo una pequeña cerca testimonial que en nada molestaba la libre circulación entre vecinos marroquíes y españoles. La cosa cambió en 1996, cuando España, miembro de la Unión Europea, firmó el Acuerdo de Schengen por el cual se permite la libre circulación entre países europeos. Es decir, no hay fronteras. España, entonces un país todavía en busca de su desarrollo tras casi 40 años de dictadura militar franquista, se convirtió de pronto en Europa. Llegar a Melilla significó llegar a cualquier punto del continente. El asunto se transformó. Cientos al principio y después miles de jóvenes subsaharianos empezaron a llegar a la ciudad autónoma. Al principio eran alojados en campamentos de la Cruz Roja, pero en 1998 el gobierno español aprobó un plan por el que se decidió la construcción en Melilla de dos elementos: el Centro de Estancia Temporal para Inmigrantes (CETI) y una valla. Nació la cerca con tres metros de altura, pero en 2005 se elevó hasta los seis y en 2007 se hizo triple, se instaló una malla antitrepa en la que no caben ni siquiera los dedos para poder escalar y se pusieron cámaras y detectores de movimiento. El año pasado el gobierno sopesó instalar cuchillas, asegurando que no causaban daños graves. La evidencia se abrió paso y ante las quejas de ONG y asociaciones que mostraban jóvenes inmigrantes con los brazos ensangrentados, se paralizó la idea (a pesar de que algunos tramos de valla sí tienen cuchillas, supervivientes del amago de instalación frenado posteriormente). No hay un solo centímetro de borde municipal por el que no discurra el muro metálico. En su llegada al puerto se descuelga incluso sobre el mar. Es un blindaje.
Moussa Ouattara tiene 22 años. Es de Burkina Faso. Llegó hace dos semanas a Melilla. Bebe una lata de refresco sentado sobre una piedra. Enfrente de él, el CETI, en el que está alojado desde su llegada. “Es muy sucio -se queja-. Los baños tienen mierda por las paredes, huelen fatal. Y todo lleno de gente, muchísima gente.” Actualmente, el centro para inmigrantes de Melilla acoge a 2000 personas. Fue diseñado para albergar a 480 como máximo. Los inmigrantes entran y salen, llegan y se van, cargados con maletas y bolsas. Matan el día sentados en los alrededores, charlando, tomando té. Sobre sus cabezas, cada hora, un avión despega del cercano aeropuerto. Lo miran con desgana. El avión que en pocos minutos llega a Europa. “Tuve que pagar 1000 dólares para el viaje. Salimos de mi ciudad varios chicos en un auto y nos metieron después en el remolque de un camión. Íbamos cien o doscientas personas arriba del camión. Hacía mucho calor durante el día y mucho frío por la noche. Los contrabandistas pagaban a los policías cuando encontrábamos a alguno.” Moussa y los demás chicos llegaron a Maghnia, ciudad argelina que hace frontera con Marruecos, penúltima etapa antes de alcanzar Melilla. Es aquí adonde arriban todos los inmigrantes que pretenden entrar por la ciudad española. “Cruzamos la frontera a través de un foso de tres metros de profundidad y otros tres de ancho. Muy peligroso. Si la policía argelina te agarra, te pega mucho. Muchísimo.” Una vez en Marruecos otra organización recoge a los chicos y los lleva hasta Nador, la ciudad marroquí pegada a Melilla. Es entonces cuando deben intentar cruzar la valla. Atrás dejan semanas de durísima ruta a través de desiertos y fronteras. Y, sin embargo, la odisea no ha hecho más que empezar.
“Yo estuve seis meses escondido en el monte antes de conseguir saltar la valla -explica Moussa Ouattara-. Bajaba al basurero a buscar comida.” Los subsaharianos que alcanzan Nador se instalan en precarios campamentos en los bosques de los alrededores. Desde ahí planifican los intentos de salto a la valla: suelen ir en grandes grupos para desbordar a la policía marroquí y a la Guardia Civil española (el cuerpo policial paralelo a la Policía Nacional encargado, entre otras cosas, del tránsito fronterizo). También conocen los puntos vulnerables de la valla, las zonas más accesibles y hasta las horas en las que los agentes cambian el turno. Tienen meses para preparar el salto de su vida, el que les hará aterrizar en Europa. “Yo lo conseguí a la tercera. Íbamos un grupo grande, de unas 200 personas. Yo llevaba unos ganchos en la mano y dos clavos en cada suela de los zapatos, para meterlos en la malla. Tienes que subir muy rápido porque enseguida llega la policía. Fui muy bien y cuando estaba arriba vi que venían los coches de la Guardia Civil, así que salté. Seis metros.” Moussa se hizo un esguince en aquel salto. Rengueando, ya en suelo español, logró salir de ahí antes de la llegada de los agentes y alcanzó el CETI. Estaba en España. Estaba en Europa.
Pierre Dikongue enseña su tarjeta del CETI.
Foto © Ángel López Soto
La ley española, que en materia migratoria está supeditada a la de la Unión Europa, señala que si un inmigrante alcanza el suelo nacional no puede ser expulsado del territorio sin un proceso administrativo previo. Debe ser identificado, acogido y se tiene que abrir un protocolo legal para dictaminar su extradición. Así ocurre en todos los puntos de España. Excepto en Melilla. Desde hace años, la Guardia Civil, siguiendo indicaciones del Ministerio del Interior, expulsa a los subsaharianos que están en la valla. Los bajan, abren alguna de las puertas que tiene la cerca y los echan a Marruecos que, para mayor enredo, ni siquiera es su país. La maniobra es denominadaexpulsiones en caliente por gran parte de la prensa española (sobre todo aquella crítica con el Ejecutivo) y como rechazo en frontera por el gobierno y sus afines. Más allá del debate conceptual, la maniobra es ilegal. Y así se lo ha hecho saber la Unión Europea a España, que parece no querer escuchar. No sólo eso: hace un mes, el gobierno de Mariano Rajoy cambió la ley española de extranjería para adecuar y hacer legal esta maniobra de rechazo en frontera. Según una modificación reciente, ya es legal expulsar a los chicos subsaharianos de forma sumaria y a pie de valla. El cambio en la ley no ha apaciguado los ánimos: la Unión Europa, el Poder Judicial y hasta el sindicato de policía española siguen afirmando que la ley contradice la Constitución y los Tratados Internacionales firmados por España. Pero se sigue haciendo. Casi a diario.
“Ahora quiero conseguir el permiso para ir a Madrid y trabajar. Sólo quiero eso, trabajar”, dice Moussa. “¿Por qué te fuiste de tu país?” “Mi padre murió y somos ocho hermanos. Tenemos que comer”, dice poniéndose los dedos en la boca. Una vez que han logrado saltar la valla y atravesar el cordón policial, los subsaharianos son acogidos en el CETI. Allí deben esperar su traslado a la Península (normalmente a Madrid) donde se abrirá un juicio para su extradición. Mientras esperan a que el juicio tenga fecha, deben permanecer en un centro de extranjería (CIE) en el que se los puede retener un máximo de 60 días. Si entonces todavía no se ha resuelto su expulsión, quedan libres y pendientes de juicio. Juicio al que ninguno, claro, acude.
En Melilla desemboca, desde hace un año y medio, otro flujo migratorio que superó en número incluso al de los subsaharianos. Los refugiados sirios que huyen de la cruenta guerra de su país están intentando acceder a Europa a través de la ciudad española, después de que la ruta Turquía-Bulgaria fuera neutralizada con una (otra) valla fronteriza. Desde entonces, vuelan desde los campos de Jordania o El Líbano hasta Argelia y de ahí cruzan a Marruecos. La diferencia es que, al llegar, no necesitan dar el salto como los subsaharianos: las mafias les venden pasaportes falsos y entran en Melilla como marroquíes. Una vez dentro, acuden al CETI para ser trasladados a Madrid.
La familia de Mohamed llegó a Melilla hace un mes. Mohamed, su mujer, su suegro y sus dos hijos esperan bajo el sol en una larga fila para entrar en la comisaría. “Cuando llegamos a Argelia, los contrabandistas me pidieron 4000 dólares por pasar a toda mi familia. Yo venía de un campo de refugiados en Turquía, no tenía ese dinero. En Alepo, mi ciudad en Siria, perdí todo: mi casa, mi trabajo y mis amigos. Así que tuve que regresar a Turquía y conseguir que me prestaran el dinero.” Mohamed lo logró y llegó a Melilla. “Pasamos la frontera con pasaportes marroquíes. Nosotros podemos, porque somos parecidos -cuenta riendo-. Ahora queremos irnos a Europa”, dice. Aunque ya están en Europa.
“Los sirios que están llegando, en su mayoría, no consideran Melilla, ni siquiera España, su meta -explica Teresa Vázquez, abogada del Comité Español de Ayuda al Refugiado (CEAR)-. Dicen que su futuro está en Alemania o Inglaterra. Pero no en España.”
Lo curioso del asunto es que los sirios podrían solicitar asilo como refugiados de guerra, pero no quieren. Las mafias no desean perder su negocio de pasaportes falsos y sobornos en las aduanas, así que les dicen a los sirios recién llegados que, si solicitan asilo, no podrán salir de España. Es falso, un refugiado de la Unión Europea puede moverse por los países miembros, pero desconfían: la desconfianza que se alimenta del miedo y del trauma.
“No quiero hacerme refugiado -dice Mohamed con su familia detrás de él, serios, con los ojos muy abiertos y en silencio-. Quiero irme a Alemania a trabajar. En España no hay trabajo ni servicios sociales.”
En el último año llegaron casi 5000 sirios a Melilla. Son el último gran flujo que suspira por Europa. Y Europa, una vez más, no se lo está poniendo fácil: apenas 50.000 de los más de 3 millones de refugiados de la guerra siria han sido acomodados en el Viejo Continente. Sólo el Líbano, un pequeño país de 4 millones de habitantes, alberga a 1,2 millones de refugiados. Un cuarto de su población.
Por tierra, mar y aire las víctimas de guerras, pobreza o regímenes asfixiantes miran a una Europa que, temerosa, por momentos incapaz de reaccionar, mantiene como estrategia levantar vallas y vigilar el mar con militares. “Da igual cuántas vallas levantes -dice Moussa despidiéndose, regresando a su catre en el CETI mientras el sol de Melilla se esconde-. Tampoco importa lo altas que sean. Si de verdad necesitás saltar, la saltás.” El último avión del día despega del aeropuerto de Melilla. En veinte minutos estará en Europa.
(publicado el domingo 17 de mayo en la revista del domingo del diario LA NACIÓN de Argentina)