A Salvador de Bahía de Todos los Santos, puerto de arribada de esclavos africanos, sus moradores le han añadido un calificativo significativo: “de Todos los Santos… y de casi todos los pecados” —no solo por la cantidad de prostitutas que campan a sus anchas por las calles que suben del mercado, o por la legendaria promiscuidad sexual de sus habitantes, sino por el ambiente de transgresión perpetua y de fiesta irreverente que emana de su herencia africana e indígena—.
Los africanos, que en el siglo XVII reemplazaron a muchos indios en las plantaciones, opusieron una activa resistencia a la esclavitud. Muchos se escaparon y crearon comunidades conocidas como “quilombos”. Formaban desde pequeños grupos que vivían agazapados en la selva hasta la gran república de Palmares, en el norte del estado de Alagoas, que sobrevivió durante buena parte del siglo XVII. Para los esclavos que no tuvieron la suerte de poder huir, la rebeldía consistía en seguir venerando a sus dioses africanos al son de los tambores, aunque tuvieran que llamarlos con nombres cristianos.
La música se convirtió en medio de expresión común porque podía ser entendida por esclavos traídos de distintas partes de África que no hablaban el mismo idioma. Aquellos rituales les permitían mantener su identidad; constituían su pequeño espacio de libertad y desahogo. Esa tradición sigue viva en Bahía, sobre todo gracias a los blocos (hermandades que desempeñan una labor social y cultural). El bloco Olodum tiene más de 2.500 miembros, organiza sus desfiles de carnaval y conciertos todo el año, y su objetivo es, según rezan los estatutos, “concienciar al pueblo negro de su importancia”. Pero sobre todo, los blocos son auténticos “viveros” de buena música, de donde han salido, entre muchos otros, Gilberto Gil, Caetano Veloso, Maria Bethânia, João Gilberto, Carlinhos Brown, etc.
Javier Moro