Maghniya Baddoury.
© Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS
Maghniya Baddoury, originaria de Marruecos, es analfabeta y vive en el barrio hebreo de Melilla.
Nunca supo nada de papeles ni documentos. Acostumbrada a un mundo de hombres, en el que las mujeres tienen que pedir permiso para todo, se dejó llevar por el destino, orgullosa de que sus hijos, por lo menos, ya supieran leer y escribir. Alguien le preguntó por qué no solicitaba una ayuda social, le explicó su derecho a ella y le aseguró que seguramente se la darían «porque las autoridades son muy sensibles a casos como el tuyo». Lo hizo. Y todavía está arrepintiéndose. Cuando a su hijo Jamal le quedaban apenas unos meses para cumplir los 18 años bajo la tutela de la Consejería de Bienestar Social, fue expulsado del piso de acogida de la Asociación Nuevo Futuro donde se estaba formando, entre otras cosas, como electricista. La razón: había aparecido su madre. La consecuencia: ya no tendrá la tarjeta de residencia que a punto estaba de conseguir al alcanzar la mayoría de edad en un centro tutelado. Madre e hijo, indocumentados y sin ayudas sociales ni posibilidades de conseguir ninguna por la ausencia de papeles en regla. Su caso estaba siendo investigado por el Defensor del Pueblo. Maghniya siente que ha caído en una trampa legal. Su hijo Jamal no entiende nada y, mientras tanto, entre los pósters de Messi de su cuarto compartido, sueña con ser policía.
Los ojos de Maghniya Baddoury, 35 años, reflejan exactamente lo que dice el último parte médico que guarda en el único armario de su infravivienda: «Triste, deprimida, con llanto continuo y muchos problemas». Su historia refleja lo que les sucede a muchas de las 10.000 mujeres que trabajan en la ciudad autónoma prácticamente indocumentadas, excluidas de cualquier censo, con el miedo de su ignorancia encogiéndoles el corazón.
Por Juan Carlos de la Cal
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