Una niña recién nacida en el Centro de Planificación Familiar de Anantapur.
© Ángel López Soto
`Nosotras, Diosas y Esclavas´
LO URGENTE ES CURAR
Quien mejor conoce la enfermedad, la suya y la de los demás, es la mujer. Eso se ve muy bien en el hospital de Bathalapalli. Las salas de espera están llenas de mujeres y cada una es una trabajadora social
Por Manuel Rivas
Hubo una temporada de dificultades con las obras. Entre otras cosas, hacía mucho calor. Y en Anantapur, cuando se dice que hace mucho calor es que arden las piedras. Hay días en que ni las sombras tocan el suelo. Por eso y por otras cosas, las obras no marchaban bien. Ferrer se presentó allí, reunió a los albañiles y les dijo:
—Vosotros sois dioses. Yo no puedo hacerlo. Ni esto, ni este otro. Pero vosotros, sí. Vosotros sois los que vais a levantar el hospital. Antes no existía y ahora puede haberlo. ¿Veis que digo la verdad? ¡Vosotros sois dioses!
Les convenció porque tenía razón. El hospital de Bathalapalli fue levantado y existe. Es la honra de Anantapur. En su escala, un hospital modélico en la India. Para la medicina social, una referencia en todo el mundo.
Antes de llegar, una leyenda en una piedra: la pobreza y el sufrimiento no están aquí para ser entendidos sino para ser resueltos. Me gusta esta decisión con que hablan las piedras en Bathalapalli. Albert Camus lo decía así: “Lo urgente es curar”.
Me habían dicho: Vicente representaba el hemisferio soñador, y Anna el de la razón práctica. Era la complementariedad, el pacto. Dos hemisferios tan bien conectados que producían un efecto multiplicador.
El sueño se hacía expansivo. Crecía en el territorio. Como el hospital de Bathalapalli. Pero estoy con Anna Ferrer, ella me guía, y se difumina la línea divisoria de los dos hemisferios. Anna dice mucho con pocas palabras. Pero su tono nunca es neutro. Al contrario. Son palabras en vilo. Nada de lo que dice se cae al suelo. Está sostenido por una pasión creativa. Anna es a la vez Vicente y Anna.
Somos lo que soñamos. Somos lo que hacemos. La raíz es la misma.
Los orfanatos, por ejemplo, no son mundos aparte. Están en el mismo espacio y vinculados tanto al ala hospitalaria como a los departamentos educativos.
¿Orfanatos? ¿Qué clase de orfanatos?
Los que acogen a los niños afectados de sida. Con VIH positivo.
El sueño venía impuesto por la pesadilla. En aquel momento, cuando se tomó la decisión, sabían que nadie estaba dispuesto a hacerlo. Muchos centros no aceptan a un niño. El virus actúa también como un estigma social.
Los dos orfanatos, las ciento cincuenta plazas para niños afectados, están repletos. Saludan. Juegan. El eco de sus juegos nos recibe en el escenario de la enfermedad.
“Cuando llegan, llegan muy tristes, con el peso del estigma —dice Gerardo Uría, jefe del Departamento de Enfermedades Infecciosas de Bathalapalli—. La sociedad puede aceptar la corrupción, que alguien se haga rico irregularmente, pero no acepta esta enfermedad. Es como una mancha para toda la familia. Como una maldición”.
Los atendidos por estos orfanatos modélicos son niños y niñas a partes iguales. Llegan tristes, como explicaba Uría, la vida era un callejón sin salida. Ni el hueco de una gatera había. Al poco tiempo se sienten mejor. Hay excepciones, pocas, pequeños tan lastimados por la vida que les cuesta mucho salir de su propia concha. “Aquí no hay estigma y la gran mayoría mejora casi de inmediato. La infancia tiene esa capacidad. En pocos días aumentan cinco kilos de peso”.
En el hospital de Bathalapalli se han atendido diecinueve mil pacientes de VIH. Por la dedicación y la calidad, un centro de referencia en la India y a escala mundial. El equipo que dirige Gerardo Uría, asturiano, de treinta y ocho años, y que trabaja con la Fundación en Anantapur desde 2009, está formado por siete médicos, cuarenta enfermeras y treinta celadores. Muchos de los casos de sida se agravan porque están asociados a tuberculosis, lo que hace que la enfermedad sea mucho más resistente a cualquier tratamiento y la mortalidad sea muy alta. En el recorrido con Uría, visitamos esa área de alto riesgo: estaban siendo tratados ochenta y dos casos de VIH/tuberculosis. Uno de los logros del departamento es la detección de la tuberculosis por medios avanzados, para lo que ha sido fundamental la colaboración de microbiólogos españoles.
Hay centros en los que los enfermos de sida son expulsados o ni siquiera se les acepta. Y todavía es muy difícil conseguir médicos locales que se impliquen en la lucha contra el VIH. La India es el tercer país en el mundo en el número de víctimas de esta epidemia. En el campo de la prevención, la acción gubernamental ha mejorado bastante, según el doctor Uría, sobre todo en el reparto de condones entre sexworkers (“trabajadores del sexo”). En la India, el principal factor de riesgo lo representa el hombre casado y con familia que tiene contacto con la prostitución. Ese hombre contagiará a su familia. La enfermedad se descubrirá tarde. Y además, la culpabilizada será la mujer. En muchos casos, expulsada de casa, con sus hijos, sobre todo si son niñas. Ese suele ser el proceso.
Además de la atención sanitaria, las mujeres van a necesitar apoyo para sobrevivir y mantener a su prole.
A ellas van destinadas de forma preferente, por parte del Rural Development Trust Vicente Ferrer, las ayudas para dotarse de un medio de vida, desde una máquina de coser a la adquisición de vacas, búfalas o cabras.
La gente pobre y las castas más desfavorecidas son las más afectadas. Suelen acudir más tarde al tratamiento, si es que acuden. El estigma marca más. Y el costumbrismo religioso concibe la enfermedad como una tara irreversible del destino. El doctor Uría me habla de un caso reciente: el ingreso de una niña de catorce años, con un peso de doce kilos, que fue encontrada en la estación de tren de Anantapur. La habían dejado allí sus hermanos al descubrirse que tenía VIH positivo. Su estado se agravó por la fuerte depresión de saberse abandonada. Días más tarde me comunicaron que había muerto.
Junto con el VIH (y la tuberculosis), el suicidio femenino es una de las causas de mayor mortalidad en la India. Ketty Arce, treinta y un años, de Ecuador, médica en Urgencias de Bathalapalli, me cuenta que uno de los métodos más utilizados para quitarse la vida por parte de las mujeres jóvenes es la ingestión de henna. La sustancia elegida tiene, en este caso, todo el poder de una metáfora. La henna se utiliza para embellecerse y como tinte natural. Si se ingiere, es más peligrosa que los insecticidas, también utilizados con frecuencia en los suicidios. La henna, y hay variantes con componentes muy tóxicos, causa edema de glotis y el fallecimiento suele ser muy rápido, en menos de una hora. Es lo que más temen en Urgencias: apenas hay tiempo para intervenir. El envenenamiento por la ingestión de insecticida tiene un efecto más lento y con signos visibles.
¿Por qué este índice de suicidios, hasta ser la segunda causa de mortalidad? “Además de las causas conocidas, como los matrimonios forzados —explica Ketty Arce—, en general la sociedad es muy exigente con la mujer en todos los órdenes. Por ejemplo, hay muchas chicas jóvenes que no soportan la suspensión de un examen. Para ellas los estudios son muy importantes, porque son un medio para aumentar su valor. Cuando una mujer tiene estudios, su precio es más alto, se le respeta más. Por una parte, los estudios mejoran tu condición, pero también hay una autoexigencia, una presión”.
La palabra revolución, de tan manoseada, puede llegar a tener un significado banal. Pero recupera su sentido profundo al hablar del cambio que se está produciendo en Anantapur en relación con la situación de la mujer. “Woman is the Nigger of the World”, dice la canción compuesta por John Lennon y Yoko Ono. Anna Ferrer me había estado hablando del carácter nuclear de la mujer en esa revolución positiva. Como “campo de acción”, la más necesitada entre los necesitados. Pero también como protagonista de esa transformación positiva. Vicente Ferrer era muy consciente de que el futuro pasaba por esa mirada ecofeminista. Él mismo lo explicaba de la forma más sencilla. Con el agua. Hasta la respuesta de las preguntas —¿quién es el primero que lo detecta? y ¿quién es el primero que lo sufre?— es la mujer. Suele ser ella quien la busca y quien la transporta.
Con quien habla el agua, con quien tiene confianza, es con la mujer.
También la enfermedad. Quien mejor la conoce, la suya y la de los demás, es la mujer. Eso se ve muy bien en Bathalapalli. Si la mujer no está enferma, está pendiente, o está en camino, o atiende aquí y allá. Los patios hospitalarios, las salas de espera, están llenos de mujeres. Cada una equivale a una trabajadora social.
“La alimentación sigue siendo un problema —me había explicado Anna Ferrer—. No hablamos de hambrunas. Pero en el hospital detectamos que una mayoría de mujeres padece anemia, un sesenta y dos por ciento. La dieta básica para ellas suele ser arroz con salsa picante. Padecen una gran falta de vitaminas, de minerales. ¿Por qué esa diferencia? Lo corriente es que las mujeres sirven, por este orden, primero al marido, luego a los hijos, luego a las hijas y, finalmente, ella. Muchas veces comen las sobras. Detectamos muchas niñas anémicas a los nueve o diez años”.
Con ser grave, no es lo más terrible que le pasa a una mujer. La peor enfermedad que sufre la mujer es la violencia machista. Tiene diversas formas. Y no es raro que cause la muerte. Lo que ocurre con la mujer es la gran cura por hacer en la India emergente. Cada vez existe más conciencia, más inquietud, pero todavía es una reacción débil frente a ese destrozo de vidas que se asume como un coste cotidiano. Pero es algo tremendo. En víctimas equivale a una guerra. Y detrás de la apariencia, la vida para la mayoría de las mujeres es una esclavitud. Las obligan a casarse con alguien que muchas veces ni siquiera conocen. Tienen que pagar dote. Muchos maridos, ¡y suegros!, siguen pidiendo dinero toda la vida. Hay miles de violaciones que ni siquiera se denuncian porque es una deshonra para la familia. Si un hombre tiene muchas deudas, no es raro que se marche y deje la carga de las deudas a la mujer. Y se venden niñas. Hay huérfanas a las que venden por dos mil rupias. A veces, ni siquiera pagan nada por ellas.
El cambio de este estado de cosas depende del gobierno, sí, de la administración, de la justicia. Aunque en la India hay buenas leyes, algunas muy avanzadas, el problema es que no se cumplen. Para que se produzca ese cambio, tiene que haber una conciencia en las propias mujeres. No va a acabar esta esclavitud y esta violencia por arte de magia. Y cuando toman conciencia, las indias tienen mucho carácter. Hacen un trabajo extraordinario. Ellas son la fuerza de la Fundación, que ha tomado iniciativas que son una novedad total, como crear casas de acogida, centros de asesoramiento, pero también talleres de trabajo y un sistema de pequeños préstamos para que puedan rehacer sus vidas. Las casas, la propiedad, están a nombre de las mujeres. Para que no puedan expulsarlas. Y también las cuentas en los bancos. Porque sin recursos propios, sin independencia, nunca se liberarán de esa esclavitud.
De esto se habla en Bathalapalli, donde lo urgente es curar.