La mezquita Badshani en Lahore.
FOTO © Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS
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Lahore suscita la misma nostalgia en los indios que suscitó Granada para generaciones de musulmanes expulsados de El Ándalus. Es una nostalgia que se transmite de generación en generación, como una enfermedad genética e incurable y que habla por si sola de lo que se perdió para siempre: una vida libre, un ambiente cosmopolita y abierto, unas relaciones personales estrechas con gentes de otras culturas y religiones, una riqueza del alma que es imposible cuantificar.
LAHORE
Por Javier Moro
Artículo publicado en el diario EL PAÍS el viernes 11 de julio
Lahore, la antigua capital del imperio de las mil y una noches, ha destacado siempre por la belleza de sus monumentos y la elegancia de sus palacios, por los tesoros que contiene y por su ambiente animado. La llamaban el Paris de oriente. Más cosmopolita que Delhi, gozaba de la reputación de ser la ciudad más tolerante y abierta del subcontinente indio. En los bufets del Gymkhana Club y del Cosmopolitan Club se mezclaban sijs, musulmanes, hindúes, cristianos y parsis. No había discriminación en las recepciones, cenas y bailes de la alta sociedad que los nobles y los magnates del comercio ofrecían en sus suntuosas mansiones de los barrios residenciales, excepto la impuesta por los ingleses en su lugar de cita favorito, el Punjab Club, cuyo cartel a la entrada rezaba: ‘sólo para europeos’. Los ingleses dejaron una serie de edificios de un estilo curioso, mezcla de indo-musulmán con gótico-sarraceno inglés. Los mas significativos eran colegios y universidades –réplicas de Eton o Harrow- que acabaron formando a la élite de las nuevas generaciones indias y paquistaníes. Estudiantes hindúes, musulmanes o sijs, cantaban juntos los himnos cristianos de la Inglaterra imperial antes de empezar las clases todas las mañanas.
Pero la belleza de Lahore, se la dieron sobre todo los emperadores mogoles. La engalanaron con obras maestras como la mezquita de Aurangzeb, la mayor de Asia, cuyas porcelanas brillan como talismanes bajo el polvo de los siglos; o el cenotafio de Jehangir, adornado con los noventa y nueve nombres de Alá; o los doce kilómetros de murallas de piedra rosa del fuerte de Akbar con sus terrazas llenas de mosaicos. Magníficos palacios, deliciosos jardines, bancales de frutales, aljibes rebosantes de agua y soberbios monumentos daban cobijo a una de las concentraciones humanas más densas de Asia. Cientos de miles de musulmanes, hindúes, budistas, sijs y fieles de todas las religiones de la India pululaban en un laberinto de callejuelas, de souks, de talleres, de puestos, de tiendas, de templos y de mezquitas a la sombra de los palacetes.
El Mausoleo Data Ganj Baksh.
FOTO © Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS
Hoy como ayer, el viajero se ve enfrentado a los olores, los ruidos y los gritos del subcontinente en ese hervidero en perpetuo movimiento que es la ciudad vieja, un rompecabezas bizantino de tenderetes y talleres donde lo mejor es perderse. Hay que recorrer la calle de los joyeros con sus relumbrantes muestras de brazaletes de oro, cajas de laca, cofrecitos de madera de sándalo, la calle de los perfumistas con sus bosques de barritas de incienso y sus frascos llenos de exóticas esencias; pasear la mirada por los mostradores centelleantes de babuchas bordadas de lentejuelas. Los vendedores de flores están ocultos tras montañas de claveles y de jazmines; los de té ofrecen una docena de hojas diferentes que van desde el color verde pálido hasta el negro. Los mercaderes de tela, descalzos y sentados en cuclillas sobre sus esterillas en sus tenduchas, invitan a escoger entre los brillantes reflejos de su mercancía. Hay tiendas solo de turbantes para caballeros, y otras solo de velos para señoras que se deslizan ocultas bajo sus burqas, al acecho los ojillos tras la estrecha visera del velo. Hay velos cuadrados y pequeños, otros tipo pañuelo, otros grandes como bufandas; hay máscaras de Arabia que solo tapan la frente y el principio de la nariz, o burqas con rejilla como los de las afganas, todo un muestrario para esconderse de la mirada lasciva de los hombres.
El atardecer en Lahore es un espectáculo grandioso desde la azotea del restaurante Cocoo’s den, un antiguo edificio de cuatro plantas repleto de muebles, cuadros y objetos antiguos, que huele a carne a la parrilla, situado justo enfrente de la gran mezquita. Cuando el disco solar se hunde entre los minaretes y los últimos rayos juegan con la filigrana de las murallas, es fácil entender la añoranza que los indios sienten por su antigua capital del norte. Y el viejo dicho de “Quien no ha visto Lahore, no ha nacido” deja de sonar a exageración.
Tráfico en Lahore.
FOTO © Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS
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Hay que visitar el antiguo Fuerte de Lahore, donde se encontraba la residencia del príncipe Asaf Khan, el padre de Mumtaz Mahal, la musa que inspiró el Taj Mahal. El fraile Sebastián Manrique, que visitó la ciudad en 1641, tuvo la oportunidad única de asistir como espectador a un banquete ofrecido en honor del emperador Shah Jehan, diez años después de que muriese Mumtaz Mahal. Un eunuco le condujo a una galería que daba a la sala de banquetes, desde donde el fraile podía ver sin ser visto: “Cuando Shah Jehan preguntó quien había hecho los postres que le parecían tan excelentes, le contestaron que habían sido unos esclavos portugueses. “En realidad, esos portugueses serían gente estupenda –soltó entonces el emperador– si no tuvieran tres defectos: primero, son unos infieles, no tienen religión. Segundo, comen cerdo. Y tercero, no lavan esas partes de sus cuerpos por donde la naturaleza expele los superfluídos de sus vientres corpóreos.” Manrique se quedó sonado, oyendo las carcajadas de los comensales. A pesar de reconocer que el comentario final del emperador era absolutamente cierto, –hindúes y mahometanos usan la mano derecha para comer y reservan la izquierda para tareas de higiene corporal– se quedó sin ganas de continuar espiando.
El drama es que los mogoles de antaño, abiertos y tolerantes, han sido remplazados por los islamistas de hoy, y Lahore ha perdido su brillo y su libertad. Aunque uno quiera, no puede huir de las llamadas del almuédano trasmitidas machaconamente por altavoces suspendidos en las esquinas de las callejuelas. Las mezquitas están abarrotadas. Todos los carteles están en urdu. La religión es omnipresente.
A duras penas, el antiguo espíritu de la ciudad lucha por sobrevivir. Cuando hace unos años el gobierno autorizó la entrada masiva de hinchas indios de cricket para un partido entre ambos países, la población local se volcó. Como si de pronto Lahore hubiera despertado de un mal sueño y volviese a ser la de antes. “La gente nos abría sus casas, nos invitaba sin conocernos de nada, nos ofrecía comida y bebida gratuitamente…”, me contó un hindú de Kapurthala que había asistido al partido. Pero fue un destello, un paréntesis en la historia cada vez mas negra de un pueblo dividido por la tiranía de la Historia.