Del cuello de Ángel López Soto no cuelga una cámara de fotos cualquiera. Su objetivo ha retratado situaciones de vulnerabilidad de una treintena de países, siendo testigo de las consecuencias físicas de las torturas, de la vida que hay en un lugar llamado exilio y de que la palabra refugiado va más allá de las fronteras sirias. La cámara se ha convertido no solo en compañero de viaje fiel y en una extensión de sus extremidades, sino en la ventana a una realidad de la que Occidente hace oídos sordos. Su labor pone el foco (o la lente) donde el resto no lo hace: en problemáticas a demasiados kilómetros de distancia como para eclipsar, durante más de unos meses, los nimios quebraderos de cabeza del primer mundo.
La exposición Himalaya. Las montañas de Buda —hasta el 3 de marzo en la calle Miguel Ángel 33 de Madrid para saltar después a Barcelona y Palma de Mallorca— es el resultado de un pasaporte familiarizado con el éxodo del pueblo tibetano, con las 150.000 personas exiliadas en el mundo tras la invasión china del Tíbet en 1949 y su situación actual. En total, 23 fotografías de las “miles” que guarda en sobres y cajas desde 1997, tras su paso por varios países de la región del Himalaya, por los pasos que los tibetanos tienen que cruzar para llegar a Nepal o lugares excepcionales de la India como Dharamsala.
Este seguimiento fotográfico de varias décadas supone así una reivindicación: “Es un conflicto olvidado. Lo hago por una cuestión de justicia, porque soy fotógrafo y tengo que contar historias”. Historias como la de un monje y preso político sobre el que pesaba una condena de 33 años de prisión. La falta de dientes y los huesos desencajados son solo las evidencias físicas de las torturas, las psíquicas pasan desapercibidas a simple vista. También la de personas que llegaron a los centros de acogida de Katmandú no sin antes dejar por el camino algunas partes del cuerpo como consecuencia de la congelación. “Veías cómo se iban cayendo trocitos de dedo a diario, pero los niños reían. A los mayores les preguntaba si había merecido la pena estar en esa situación y decían que sí, que ahora entraban a un país libre”, a pesar de que Tíbet es el lugar donde las libertades de expresión están más coartadas de cualquier lugar del planeta. “No hay corresponsales ni periodistas allí porque China no quiere”. Se trata de una táctica para acallar a un pueblo que se resiste a quedar en el olvido.
Todos los testimonios recabados y las vivencias que acumula en la mochila suponen golpes de realidad en un paraje imponente, donde la dureza hace acto de presencia por partida doble: por un lado, la presión física (“a mí me han tenido que evacuar porque el cuerpo se tiene que adaptar y si no se adapta te puedes llegar a morir”); y por otro, la emocional (“Son seres humanos y es imposible no reflejarte en ellos”). Así, cada vez que sus pies tocan de nuevo España es imposible no “relativizar”: “Aquí estamos viviendo una crisis, eso se nota de mil maneras, pero cuando vas a otros lugares donde la realidad es verdaderamente extrema ves que estamos en una situación hasta de privilegio“.
El ’empujón’ del Dalái Lama
Su interés por este pueblo, que medio siglo después de la invasión cuenta con menos privilegios que los chinos, desembocó en varios encuentros con el Dalai Lama, motivados por una frase que leyó hace muchos años y que aún hoy recuerda: “Cualquier persona que tenga interés en tener una audiencia puede tenerla, lo va a recibir”. Y así fue como la petición dejó paso a un cara a cara con el líder espiritual del budismo. “Desprende una energía inconmesurable, ese poder, esa solemnidad… Lo percibes. Pero también tiene otra cara muy afable, hasta cariñoso. Se ríe muchísimo”.
Curiosamente, la fotografía fue un punto en común a explotar en esas reuniones. “Le pregunté si él todavía seguía haciendo fotografía, porque era uno de sus hobbies, y me dijo que no. Me preguntó qué interés tiene una fotografía. Me dio pie a hablar, hasta que me interrumpió y me dijo ‘lo tuyo es diferente, tú estás haciendo un servicio‘”. Meses después, momento en el que arrastraba un proceso de cambio en su vida, se despertó en Madrid con esas palabras en la cabeza. Hasta entonces, se había dedicado a la fotografía, pero sentía la necesidad de utilizar esa profesión para hacer “algo diferente”. “Algo que tuviera una utilidad más allá de satisfacerme a mí mismo. Ahí fue cuando entendí el mensaje”. Y cuando decidió que quería dedicarse a “informar, divulgar y a contar historias” para que no queden en el “olvido”.
Las sombras del fotoperiodismo como profesión
Ahí empezó su inmersión en total en el fotoperiodismo, una profesión muy castigada que vive de la vocación de quienes la ejercen. “Hay gente que se está jugando la vida y que está en lugares donde pueden ser secuestrados o encarcelados y por ese trabajo están cobrando una miseria de dinero. Setenta euros por una foto en un frente de guerra es para morirse de vergüenza”. Hace diez o veinte años se cobraba más, ahora “la mitad o una cuarta parte de lo que se cobraba entonces”.
A pesar de las dificultades, merece la pena. “Toda mi vida he sido independiente, no me gusta trabajar para otros, pero hay reportajes que al final te los tienes comer”. Eso mismo le ocurrió con un reportaje sobre la oleada de refugiados sirios a los CETI de Ceuta y Melilla cuando el tema no estaba todavía en las portadas de los periódicos. “Intenté venderlo en medios importantes, pero no me lo compraron porque pensaban que era algo puntual”.
¿Un fotoperiodista puede conciliar? “Es difícil. Yo tengo dos hijos, ya mayores, pero sé que muchas veces les he podido faltar”. Ahora es el momento de que las miles de fotografías que tiene recopiladas vean la luz en diferentes exposiciones, la primera ésta, Las montañas de Buda, que se completa con charlas y coloquios en paralelo. Pero su vocación no acaba aquí. La acción seguirá ahí fuera y el momento de colgar la cámara… tan lejos como el Himalaya.