Playa de Guet Ndar, Saint Louis, Senegal.
FOTO © Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS
EL DESTINO DE LOS CAYUCOS DE SENEGAL
Ocho años después de que llegaran a España en cayuco, la vida de los pescadores que abandonaron Senegal en busca de ‘El Dorado’ ha mejorado poco. Este reportaje y entrevistas fueron publicados en EL PAÍS el pasado 11 de julio. Texto de Rocío Ovalle y fotos de Ángel López Soto.
Cuando el primer cayuco que partió de Saint Louis, en el norte de Senegal, arribó a la costa canaria, no había en la playa Guardia Civil, ni Cruz Roja, ni periodistas. Dike Ndaje, de 36 años, uno de los capitanes, se tumbó en la arena y pensó: “Se acabó el pasado. Hoy comienza una vida mejor”. Sin duda, su destino fue mucho mejor que el de los miles de ciudadanos africanos —aún hoy se desconoce el número concreto— a quienes se los tragó el mar cuando trataban de seguir la estela de aquel primer cayuco.
En 2005, la llamada “crisis de las vallas” provocó el refuerzo de la frontera entre continentes en Ceuta y Melilla con la instalación de una alambrada de cuchillas que desgarraba la carne de quienes trataban de franquearla. La medida tuvo el efecto pretendido y en tan sólo un año el número de personas que daba el salto se redujo a un tercio, apenas 2.000; pero la pobreza no entiende de barreras y busca la manera de desprenderse de las cuerdas que la subyugan. La fortuita llegada de un cayuco a la costa canaria el 22 de octubre de 2005 procedente del sur de Mauritania abría una nueva ruta para la emigración.
Guet Ndar, el barrio de pescadores de Saint Louis (Senegal), es uno de los lugares más hacinados del continente, donde la sobreexplotación de la pesca ha dejado pocas opciones a las 45.000 personas que, de manera directa e indirecta, viven de esta actividad. Una noche de marzo de 2006, de la playa de Guet Ndar partió una piragua de pesca equipada con un motor y un GPS. A bordo viajaba Ndaje. Él pensó: “Si lo consiguen desde Mauritania, lo conseguiremos también desde aquí”. Era el cayuco de un amigo de su hermano que, como quienes siguieron su ejemplo, rentabilizó así el coste de la piragua y dejó el dinero a su familia para que se mantuviera mientras él se buscaba la vida en España. Reunieron al resto del pasaje —cada persona pagaba lo que podía, algunos 1.000 euros, otros 300—, y los tres dirigieron ese peligroso salto con 84 pasajeros a bordo.
Los cuatro días que calcularon necesarios para franquear los 1.300 kilómetros de frontera de sal se convirtieron en once, pero consiguieron llegar a Canarias y el puerto de Saint Louis se convirtió en el punto de salida más solicitado para entrar en Europa. Ese año, el número de inmigrantes que llegó a la costa canaria se multiplicó por siete hasta llegar a los 32.000. Su viaje no era la respuesta a ningún “efecto llamada”; era una nueva ruta para el “efecto huida” que provocan la pobreza y las escasas posibilidades de desarrollo. “Barça mba barsakh”, decían aquellos primeros emigrantes. Libertad o el más allá. Era Europa o morir.
Dike Ndaje fue uno de los capitanes del primer cayuco que hizo la ruta de Senegal a Canarias. Durante ocho años, Njade trabajó a bordo de pesqueros senegaleses que faenaban en la costa de Gabón: once días de viaje y cuatro meses de trabajo. Cuando terminó su contrato regresó a la pesca artesanal, que le proporcionaba escasos ingresos. Por eso, cuando su hermano le propuso viajar con él a España no se lo pensó: por su trabajo como capitán recibiría 500 euros. Lo consiguieron. Su hermano regresó a Senegal al año siguiente. “Aquí no hay nada, yo me vuelvo”, le dijo. En noviembre del año pasado Njade consiguió el permiso de residencia y planea ahorrar para montar un negocio de venta de hielo en Guet Ndar.
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SUEÑOS ROTOS
El salto es arriesgado pero, para muchos candidatos a la emigración, el riesgo merece la pena, pues supone la posibilidad de ampliar una media de seis años la escolarización para sus hijos, multiplicar por 16 sus ingresos o tener la esperanza de vivir 20 años más. Esto es lo que separa la frontera. Sin embargo, Ndaje no alcanzaba a imaginar la clase de vida que le esperaba al otro lado. El optimismo le duró pocas horas: cuando ingresó en el Centro de Internamiento para Extranjeros (CIE), por primera vez en su vida sintió la vergüenza de estar encerrado.
Desde entonces han pasado 2.920 días, ocho años en los que Ndaje ha vivido en numerosos lugares de la península trabajando como jornalero: primero fue la fruta en Lleida, luego la vendimia en Huesca. Huelva, Tortosa, Jaén. Hasta que las autoridades comenzaron a perseguir la contratación de inmigrantes en situación irregular y no le quedó más opción que establecerse en Madrid y vender ropa falsificada en un simple trozo de tela: el top manta. Desde entonces, ha pasado por los calabozos en repetidas ocasiones. “Aquí si robas menos de 400 euros no hay problema, te dejan en libertad, pero si vendes en la manta te meten en la cárcel. ¿Es eso normal? Vendemos porque no nos queda otra opción y pedir o robar es una vergüenza”, señala Ndaje.
En abril de 2006 otra piragua se preparaba discretamente en Guet Ndar para partir rumbo a España. Le pidieron a Pape Sheike, entonces pescador de 22 años, que ayudara a encontrar pasajeros. Él era el gancho. En el momento de partir, un compañero trató de convencerle para ir con ellos. “Allí hay mucho trabajo, me dijeron. Yo nunca había pensado en emigrar, no pensaba en Europa, pero me convencieron y en el último momento decidí embarcarme”, relata el joven. Sobrevivió los primeros años gracias a la solidaridad de otros senegaleses y se instaló en Logroño, donde trabajó como carpintero, jardinero y repartidor de publicidad, hasta que no hubo trabajo.
“Me metieron en el CIE por vender en la manta, me abrieron un proceso de expulsión. Estuve allí 57 días hasta que me soltaron sin explicar el motivo. En el CIE nos clasifican según el color. Los latinos son quienes lo controlan. Ellos tienen doble ración de comida, los africanos sólo una. Ellos deciden los turnos de ducha y a veces no nos dejan utilizarla. La policía no hace ni dice nada: he visto africanos enfermos y cuando les pedimos ayuda, los policías nos dicen que aguantemos. Incluso la Cruz Roja les ha dicho lo mal que lo están pasando algunos y ellos no hacen nada. Es porque somos africanos. Hay peleas cada dos por tres, sobre todo, con los latinos”, relata Sheike.
“Cuanto más cerca estábamos de España, más altas eran las olas, llegaban a los tres metros”, recuerda Mustafá Dieye. El maltrecho cayuco en el que viajaba hubo de arreglarse en Mauritania, donde hizo parada varios días, y a duras penas llegó a Canarias. Ha solicitado en tres ocasiones la regularización de su situación con el apoyo de una empresa que le ofrecía un contrato, pero en las tres le fue denegada.
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VOCES CRÍTICAS
Mustafá Dieye, 34 años, aprendió en España a ser pobre, a dormir a la intemperie, entre pedazos de cartón, siempre alerta ante posibles peleas, a no poder ducharse en dos semanas, a no tener un bocado que llevarse a la boca. Vino a España a escondidas de su familia, como la mayoría, porque sabía que su padre no se lo habría permitido. A mitad del trayecto, el mar comenzó a dejar la marca de su cíclica bofetada en el cayuco, mientras una parte de la tripulación inerme trataba de curar las llagas de su embarcación con simples pedazos de tela, otros achicaban el agua. Divisar el buque bermellón de la Cruz Roja les devolvió la esperanza.
Aún así, Dieye no confía en las autoridades: “La política de los europeos consiste en que te llaman cuando te necesitan y cuando no, eres basura”. De hecho, de la mayor regularización de inmigrantes, 700.000 en 2005, al plan de retorno voluntario apenas trascurrieron tres años. De jornalero en los campos de varias comunidades autónomas ha pasado a sobrevivir en Madrid con la venta ambulante, donde se ha convertido en un activista de los derechos de los inmigrantes en la Asociación de Sin Papeles y la Plataforma No Somos Delito. El progreso, tras ocho años de esfuerzo, se traduce para él en compartir habitación en un piso alquilado, en la misma calle donde solía meterse en un coche abandonado a pasar la noche.
A pesar de que cada vez llega más información, los senegaleses aún desconocen cómo es el día a día para los inmigrantes en lo que para muchos sigue siendo “El Dorado”. “Yo no cuento nada de esto a mi familia, es una vergüenza para mí y es muy triste para ellos”, confiesa Sheike. Cambiar esa situación es uno de los objetivos de Mamadou Dia, de 28 años, un estudiante universitario que hace seis años se embarcó en un cayuco ante un futuro laboral incierto en su país. En 2012 publicó3052. Persiguiendo un sueño en el que narra su viaje y su vida en España. Con las ventas de su libro financia un proyecto de codesarrollo en su pueblo, en el sur de Saint Louis, a través de su propia ONG,Hahatay, y ahora planea editarlo en wolof para que sus compatriotas puedan tomar una decisión informada si deciden emigrar.
El quinto día de la travesía en cayuco de Mamadou Dia, la embarcación se quedó sin agua ni gasolina. Uno de sus hermanos se tiro al mar para acabar con la agonía. Tres días después un buque de salvamento les rescató de una muerte segura. “Cuando una mujer de la Cruz Roja me dio una botella de agua, firmé mi pacto con el voluntariado”, afirma. Tiempo después se hizo voluntario de la Cruz Roja en Cartagena y al año participaba en las operaciones de rescate de los inmigrantes que llegaban a la costa. Consiguió un trabajo como cocinero y cuatro años después regularizó su situación en España.
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REGRESAR A SENEGAL
Desde la elección del actual presidente de Senegal, Macky Sall, el Gobierno ha revocado las licencias a 29 buques arrastreros de terceros países, lo que ya ha generado un positivo impacto para la pesca artesanal. Sin embargo, a pesar del endurecimiento de la legislación a buques de terceros países y del establecimiento de planes de recuperación biológica, las causas que han llevado a estos hombres a saltar la valla de sal permanecen inalterables: la que es considerada como una de las democracias más estables del continente presenta también un nivel bajo de desarrollo, altas tasas de desempleo —especialmente entre los más jóvenes— y un tercio de su población vive bajo el umbral de la pobreza. Pero el férreo control marítimo no permite ya la posibilidad de emigrar por la ruta de los cayucos.
Algunas cosas han cambiado en Guet Ndar: las mujeres trabajan en una nueva factoría que ha mejorado las condiciones de higiene en el hacinado barrio de pescadores y los niños estudian en una nueva escuela. A tres mil kilómetros de allí, sus hijos y maridos emigrados tratan de no rendirse antes de tiempo para no volver con las manos vacías. “Si me voy ahora, estos ocho años en España habrán sido tiempo perdido”, lamenta Dieye, quien, al igual que la mayoría de sus compañeros de venta, aún no ha conseguido regularizar su situación.
Pape Sheike finalizó los estudios de bachillerato, un nivel alto para la media del país. Aún así las opciones de encontrar un empleo cualificado eran reducidas, por lo que se vio abocado a trabajar con su abuelo en un cayuco de pesca antes de emigrar a España, donde además de luchar por salir de la precariedad, debe enfrentarse a la discriminazión. “En los bares, si pido leche me dicen que no hay; si pido un bocata, me dicen que no hay. Es por ser negro. Por eso ya nunca entro en los bares. Puedo llegar a entender que la gente nos discrimine, pero no entiendo que lo haga la policía porque se supone que son personas con estudios y que están en una situación de poder. A mí me dijeron: ‘Tú no tienes derecho a pedir nada, no eres un ser humano’“. Siempre que puede, habla por teléfono con su hijo de 10 años, a quien no ve desde que tiene dos. “Siempre dices que vendrás el mes que viene, pero en realidad lo que pasa es que no quieres venir”, le recrimina el hijo.
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