Lathama y su hija Sindhu.
Foto © Ángel López soto
`Nosotras, Diosas y Esclavas´
EDIPO REINA
La historia de Lathama, su hija Sindhu y el labio leporino
Por Manuel Rivas
El pastor que había encontrado a Edipo en el bosque, cuando era un bebé abandonado:
—¡Ay de mí! Estoy a punto de declarar la cuestión terrorífica.
Y Edipo dice:
—Y yo de oírla, pero hay que oírla.
Un grupo, media docena de chicas, pueden llegar a coser doscientos pantalones tejanos por día. Lathamma tiene veinte años. Se casó a los dieciséis. A esa edad empezó a trabajar en esa fábrica de pantalones, en Bangalore. Le pagan seis mil rupias al mes (unos cien euros). Entra a las nueve de la mañana y termina a las cinco de la tarde. Cuando llevaba cinco meses embarazada, eso fue en 2010, no se sentía muy bien. Así que regresó al pueblo, con su familia. Su marido, Sekhar, de veinticinco años, trabaja en la construcción, también en Bangalore.
Ah, se me olvidaba. Cuando estaba embarazada de tres meses, la madre la llamó por teléfono y le dijo: “No vayas a trabajar tal día porque hay un eclipse y eso puede ser malo para la criatura”.
Lathamma no le prestó atención o se olvidó. Eso es cosa de viejos, pensó. Se acordó el día del eclipse, porque ella trabaja al lado de una ventana. Y el sol quedó oculto durante unos minutos.
Antes del parto, le habían hecho una ecografía. Le dijeron que la niña tenía el labio leporino. No sabía muy bien lo que era, ni le explicaron mucho, ni entendió del todo lo que le explicaron. Ella pensaba que, al final, todo saldría bien.
Cuando dio a luz no le enseñaron a la criatura. Supo que era una niña. Ella insistió hasta verla. La gente que la vio en el hospital decía: “¡Ha nacido un demonio!”. Eso decían. Todos. Casi todos. Y a su marido le decían lo mismo. No los médicos. La gente que estaba hospitalizada o que venía de visita. Decían: “Esta niña es un demonio, no va a vivir”.
“Me visitó un pediatra y me dijo que tenía que aprender a darle leche a la niña con mucho cuidado, para que no se encharcasen los pulmones. Así que tenía que quedarme allí unos días más. Pero la familia me convenció de que era mejor llevarme la niña a casa.
En el camino empezaron a decirme cosas para convencerme. Íbamos para el pueblo en un rickshaw. Mi suegra, mis padres, mi marido y yo con la niña. El conductor era una persona conocida. A los quince kilómetros, se detuvo en una zona deshabitada, con bosque. Me convencieron de que les entregase la niña. “No te preocupes —me dijeron—, no le vamos a hacer nada. No llores. Es mejor dejarla porque tal vez es un demonio. En el pueblo, los vecinos te harán la vida imposible. Y ella no vivirá. Los ojos se le pondrán en la frente. La boca no estará en su sitio”. Todo lo que contaban era cada vez más terrible. Yo no dejaba de oír las voces del hospital: “¡Qué horror, qué fea! Es un demonio”.
Yo me quedé en el vehículo.
Nos fuimos. En ese momento no pregunté nada.
Estaba ida.
La habían dejado enterrada hasta el cuello, al lado de un árbol. La encontraron unos pastores. Llamaron a una ambulancia del gobierno y desde el hospital llamaron a un trabajador social de la Fundación Vicente Ferrer. Él fue quien nos localizó.
Yo sabía por lo que era, claro. Le pregunté si el bebé había aparecido muerto. Y él, Sanjappa, me dijo: “No, no ha muerto. Venid a verlo”.
La niña estuvo tres meses en el hospital hasta que se fue recuperando. En ese tiempo, hablaron mucho con nosotros. Sobre todo conmigo. Mi visión fue cambiando. Cada día que pasaba, iba viendo de forma diferente a la niña. Los médicos me dijeron que la operarían y que tendría mucho mejor aspecto. Pero yo ya la veía más linda.
Sindu tiene ahora tres años. Empieza a hablar. Juega y se enfada si no le hacen caso. Tiene carácter. Es muy inteligente. Y muy presumida. Mira. Ayer le pusimos esta pulsera en el tobillo”.
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