Sonam Lhamo estaba casi ciega cuando llegó a Katmandú, la capital de Nepal. El reflejo del sol sobre la nieve del Himalaya le había afectado a los ojos. “Cada día veía un poco más blanco, como si me diese una luz fuerte de frente, hasta que me quedé casi completamente ciega”, recuerda. Sonam tiene 38 años y ahora vive en Barcelona. Se escapó de su pueblo del Tíbet en 1995, cuando tenía 16. Atravesó el Himalaya a pie durante un mes y una semana.
“Me fui del Tíbet por dos motivos”, cuenta en la Casa del Tíbet de Barcelona, donde pide al fotógrafo que no la retrate. “El primero, porque quería ver al Dalai Lama. El segundo, por la falta de libertad en el Tíbet desde que está bajo dominio de China”.
–¿No hay libertad en el Tíbet?
–Para los tibetanos no. Para los chinos sí.
–¿Podrías poner algún ejemplo?
–Las autoridades chinas no nos dejan tener imágenes del Dalai Lama ni banderas tibetanas. Nosotros escondíamos las fotos del Dalai Lama en el establo. Si la policía china las encuentra, te detienen y te torturan.
–¿La policía china tortura?
–A los tibetanos sí. A menudo. Mi tía vivía enfrente de una comisaría y veía cómo trataban a los detenidos. Sobre todo a los monjes y a las monjas. Los desnudan y les echan agua helada por encima. Después les pegan con palos o les dan descargas eléctricas. A una amiga mía le introdujeron una porra eléctrica entre las piernas. Y todo eso por tener una bandera o una foto.
–¿Y por qué no huyen todos los tibetanos?
–Porque está prohibido. Los tibetanos no tenemos libertad de movimientos. El gobierno chino nos prohíbe salir del Tíbet. Incluso para salir de nuestro pueblo e ir a otro debemos de pedir una autorización a las autoridades chinas.
Por eso, en otoño de 1995, Sonam Lhamo decidió escapar.
En un grupo compuesto por siete personas y un guía, Sonam caminó durante más de un mes a través del Himalaya a 20 grados bajo cero. Tenían que desplazarse por las noches y dormir durante el día para evitar que les descubriera la policía china. El Gobierno de Pekín controla con mano firme la región del Tíbet desde 1950.
“Se me congelaron algunos dedos de los pies”, recuerda. “Dormíamos unos pegados a otros, pero hacía mucho frío”.
Cuesta imaginar cómo alguien que no sea tibetano podría soportar lo que Sonam y el resto de refugiados aguantaron durante su huida: caminar semanas entre la nieve, a veces a 6.500 metros de altitud, con temperaturas gélidas y por senderos y desfiladeros alejados del alcance de los soldados. “El guía nos decía: ‘Pasamos ese pico y ya llegamos’. Y cuando pasábamos el pico aparecía otro y volvía a decir lo mismo. Así todo el tiempo, día tras día”, dice Sonam.
En la tercera semana alcanzaron la frontera entre Tíbet y Nepal. Según el mapa oficial, la frontera entre China y Nepal. “Estaba lleno de soldados y policías. Tuvimos que cruzar de noche”, recuerda Sonam. “Tenían uno de esos focos como los de las películas, con un círculo de luz que va buscando gente. Teníamos que ir pasando de uno en uno. Yo pasé corriendo y llorando, por el miedo”.
Ya en suelo nepalí emprendieron el descenso del Himalaya, una cordillera en la que más de cien montañas superan los 7.000 metros de altitud. “Tuvimos que seguir caminando de noche”, explica Sonam. “Si la policía de Nepal te coge, te llevan a la frontera de vuelta. Los chinos les pagan comisiones por eso”.
Una semana y media más tarde, el grupo alcanzó un campamento tibetano gestionado por una ONG suiza. “En el campamento nos recuperamos y nos cuidaron. Me curaron los ojos. Yo casi no veía nada. Después logramos llegar a Katmandú”. Desde allí Sonam alcanzó Dharamsala, la ciudad india que es la sede del Gobierno tibetano en el exilio. Hace cuatro años llegó a Barcelona, donde vive con el estatus de refugiada y el recuerdo de su odisea.
El gobierno chino ha dividido el antiguo imperio en dos partes:
la Región Autónoma del Tíbet al oeste y la este quedó repartida entre cuatro provincias chinas.
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A LO BONZO
Tíbet huele a mantequilla de Yak. Por todos los rincones, los campesinos tibetanos queman velas de este material mientras giran alrededor de los templos dando vueltas a sus molinos de oración. Las nubes parecen estar más cerca en un país cuya altitud media ronda los 4.000 metros. La sensación de mareo y fatiga es permanente para el visitante. También la de paz y y aislamiento, especialmente en los templos que salpican las cordilleras, donde el viento hace tintinear campanillas entre la silenciosa inmensidad del paisaje.
Antes de que cerraran la frontera, China permitía la entrada de viajeros en el Tíbet siempre que fueran en grupos de cinco de la misma nacionalidad y con un guía autorizado. El guía guarda un silencio sepulcral si se le pregunta acerca de cualquier cuestión política. Como mucho, se anima a traducir algún cartel como el que luce en una de las laderas que dan a la carretera que cruza el Himalaya. Compuesto por letras gigantes visibles a kilómetros, sus letras dicen: “Protestar no ayuda a progresar”.
En las ciudades, el contraste entre lo chino y lo tibetano es llamativo: grupos de campesinos tibetanos con la cara ajada y vestimentas coloridas se cruzan con jóvenes chinos engominados que consultan el iPad sin bajar de su moto. Grandes avenidas atraviesan terrenos por donde discurren las peregrinaciones. En los lugares de culto, cientos de soldados vigilan. Con ellos siempre llevan extintores, cubos de agua y enormes pinzas.
Ocurrió en febrero de 2009 en Amdoh, en el este del Tíbet. Un monje de 27 años llamado Tabey decidió quemarse a lo bonzo para protestar contra la ocupación china. Lograron sofocarlo cuando aún estaba vivo, pero murió al cabo de unos días.
Es probable que Tabey no sospechara que el suyo fue un gesto pionero. “Nos quedamos alucinados cuando ocurrió eso”, confiesa Thubten Wangchen, parlamentario tibetano en el exilio en Europa y refugiado en Barcelona. “No nos lo explicábamos”. Pero otros jóvenes imitaron a Tabey. En los últimos siete años, 143 tibetanos se han inmolado. “El Dalai Lama prohíbe al pueblo tibetano ejercer la violencia contra los chinos. Nos prohíbe la resistencia violenta. Quemarse es una forma de violencia, pero contra uno mismo. Los que lo hacen no desobedecen al Dalai Lama”.
En marzo de 2012 dos monjes lograron prenderse fuego en el epicentro espiritual de Lhasa (capital del Tíbet), en la plaza de Jokhang. Para evitar que sofocaran las llamas, además de rociarse, los jóvenes habían bebido gasolina. Desde entonces, en Tíbet, está prohibido acceder a cualquier lugar público con mecheros, cerillas o cualquier producto inflamable.
Desde que comenzaron las inmolaciones, los soldados chinos portan extintores y cubos de agua. En cada check-point del Tíbet hay unas pinzas gigantes que sirven para agarrar e inmovilizar los cuerpos en llamas. No sólo en Tíbet; las principales ciudades chinas también están repletas de extintores y cubos de agua. Sobre el suelo de la icónica plaza de Tiananmen, en Pekín, se alinean los extintores.
Las inmolaciones casi nunca tienen eco en los medios de comunicación. Al menos en los europeos. “China las hace invisibles”, dice Wangchen. “Requisan cualquier cámara o móvil que haya cerca y tienen intereses en los grupos de comunicación de Europa. No mucha gente en España sabe que se han quemado a lo bonzo 143 tibetanos en los últimos seis años”.
El Gobierno tibetano tiene una lista detallada con las fotos y los nombres de todos los tibetanos inmolados desde que Tabey lo hiciera en 2009. La lista no está cerrada.
LA REPRESIÓN CHINA
Más allá de los vaivenes que los imperios mongol, chino y tibetano han tenido a lo largo de los siglos, la historia contemporánea nos muestra el Tíbet del siglo XIX como un protectorado chino de la dinastía Qing, también conocida como manchú. El Dalai Lama era el cabeza de Gobierno tibetano, una teocracia con autonomía económica que mantuvo la estabilidad hasta principios del siglo XX. Estalló entonces la guerra civil china entre nacionalistas y comunistas, que obligó a las tropas chinas presentes en el Tíbet a regresar. El suspenso administrativo fue aprovechado por el Tíbet para declararse independiente en 1912. Lo hizo el 13º Dalai Lama durante la Gran Plegaria.
Ocupada en su guerra intestina, China no replicó, pero la declaración tibetana no contó con ningún respaldo internacional. Al menos de forma oficial. Esa situación despertó los temores tibetanos. En 1933 el Dalai Lama dejó escrito en su testamento “las sombras de una invasión inminente”.
La profecía se cumplió. En 1949 los comunistas vencieron la guerra y sólo un año después, el 6 de octubre de 1950, las tropas de Mao Tse-Tung entraron en Tíbet sin declaración de guerra.
La resistencia fue tímida con pequeños grupos milicianos formados por los khampas, la única tribu tibetana guerrera. Llevaban a cabo ataques puntuales y fueron contagiando su actitud de resistencia al resto de los tibetanos: el 10 de marzo de 1959 la insurgencia alcanzó su clímax. La capital, Lhasa, se levantó contra la presencia militar china. Los disturbios fueron sangrientos. La represión, cruel.
Miles de tibetanos se dejaron la vida en aquella jornada en la que el Dalai Lama, alertado por los servicios secretos estadounidenses, decidió salir del Palacio de Potala y huir del Tíbet ante un inminente ataque contra él. Nunca regresó. Hoy se encuentra en Estados Unidos, donde estará unas semanas llevando a cabo revisiones médicas de la próstata “en ningún caso graves”, según el Gobierno tibetano en el exilio.
De aquellos disturbios del 10 de marzo huyó Thubten Wangchen, el parlamentario tibetano. Wangchen nos recibe en la Casa del Tíbet vestido con la indumentaria naranja del monje tibetano. En su despacho hay decenas de figuras tibetanas y estanterías recargadas hasta el límite de ornamentos budistas y retratos del Dalai Lama. Hay hasta una camiseta de la selección tibetana de fútbol y otra del Athletic de Bilbao, equipo del que Wangchen se confiesa hincha. “No sólo les importa el dinero”, dice riendo.
Wangchen tenía cinco años cuando sus padres huyeron de Kyirong, su pueblo, cuyo nombre significa Valle de la Felicidad. En aquella jornada sangrienta, los soldados chinos entraron en la aldea y mataron a todas las mujeres embarazadas. Su madre fue una de las víctimas.
El padre de Wangchen cruzó el Himalaya a pie con su hijo envuelto en mantas y pegado a su pecho y dos hermanos más de la mano. En medio mes alcanzaron Katrmandú, donde Wangchen mendigaba a los turistas para conseguir monedas. Hasta 80.000 tibetanos llegaron ese año a Nepal. La mayoría de ellos dormía en las calles.
Cuando el levantamiento de Lhasa fue sofocado, apareció la verdadera cara de las tropas chinas. Miles de personas fueron encarceladas y torturadas. Hubo ejecuciones sin juicio previo. Mao ordenó en 1966 la Revolución Cultural, una purga religiosa que terminó con el 90% de los monasterios tibetanos destruidos o saqueados. Cada tibetano fue obligado a poner una bandera china en la puerta de su casa. Todavía hoy en el Tíbet ondea esta medida en cada hogar.
Desde el exilio, el Dalai Lama dio la orden de no usar la violencia contra los chinos. Después de esa orden, muchos khampas, incapaces de desobedecer a su líder pero también de rendirse al enemigo, decidieron quitarse la vida. La no resistencia sigue impuesta en la actualidad.
Los jóvenes tibetanos se muestran cada vez más disconformes y rebeldes ante la orden del Dalai Lama de no resistir con violencia. “Es difícil contenerlos”, dice Wangchen. “Tienen ya muchas cosas planeadas y preparadas”, confiesa antes de añadir: “Cuando el Dalai Lama se muera…. Cuando se muera, va a empezar todo. Van a empezar la violencia y los ataques. El Tíbet va a estallar. Tenemos que solucionar esto antes”.
Según las cifras del Gobierno tibetano en el exilio, 1,2 millones de tibetanos han muerto como consecuencia de la represión del Gobierno chino. Esto supondría el 20% de una población de unos seis millones de personas. Los tibetanos definen esta situación como un genocidio y por ello en 2005 Wangchen encabezó una querella contra el Partido Comunista Chino presentada en la Audiencia Nacional por el Comité de Apoyo al Tíbet (CAT).
Fue el abogado José Elías quien condujo un proceso que en el año 2009 quedó truncado por la abolición en España de la justicia universal. Las presiones económicas y comerciales de China sobrevolaron todo el proceso. El ex ministro de Exteriores, José Manuel García-Margallo, llegó a decir el 10 de abril de ese año: “China tiene un 20% de la deuda pública española y bastaría un click de ratón en China para que nos encontrásemos con una prima de riesgo como la que teníamos hace dos años”.
LA MAYORÍA, NIÑOS
La situación hoy sigue siendo insostenible para los tibetanos. Sobre todo desde 2008, cuando Pekín albergó los Juegos Olímpicos. Ese año, por primera vez desde 1959, los vecinos de Lhasa salieron a la calle y se enfrentaron con las autoridades, aprovechando la atención mediática y humanitaria sobre China.
La revuelta volvió a ser sofocada con violencia y desde entonces la represión china no ha concedido tregua. “Hasta ese año unos 2.000 o 3.000 tibetanos huían cada año del país”, cuenta Wangchen. “Desde 2008 apenas salen 100 o 200. La mayoría son niños. Los adultos se han rendido. China tiene ahora mismo 21.000 soldados en Tíbet y los que están en la frontera tienen orden de disparar contra quien intente cruzar”.
Por cada niño y joven que huye, se queda una familia que paga las consecuencias. “Si un miembro se va del país, a la familia le expropian tierras y a sus miembros les quitan el empleo y hasta los encarcelan”, dice Wangchen. Las medidas contra las familias redujeron las salidas a 110 en el año 2015.
A Tensing Tsnam lo conocen como Thupteng. Tiene 44 años, vive en España y se escapó de Tingri, su pueblo en el Tíbet, cuando tenía 14 años. Una semana después de irse apareció la policía china en casa de su familia. “Si no vuelve en un mes, habrá consecuencias para vosotros”.
Durante los tres meses siguientes, los agentes visitaban a la familia de Thupteng casi a diario. “Detuvieron a mi tío y le hicieron unos agujeros en el torso. Yo mismo vi los agujeros en 1991, cuando volví unos días de visita. Mi madre me repetía que no había sido por mi culpa. A mi abuelo lo detuvieron y le pegaron una paliza. Quemaron los establos y mataron a los caballos”.
Thupteng atravesó el Himalaya a pie y cuando estaban a tres días de llegar se hizo un esguince en el tobillo. “Seguí la ruta cojeando y llegué a Katmandú usando dos palos como muletas”, dice. En 1991 decidió regresar a su pueblo a visitar su familia. “A los 15 minutos de llegar a mi casa, apareció la policía. Me llevaron a la cárcel y me tuvieron una semana en el suelo de un calabozo, sin mantas ni comida. Cuando me soltaron, mi familia me dijo: ‘Vete y no vuelvas jamás'”. La voz de Thupteng se quiebra por primera vez: “Nunca los he vuelto a ver”.
En el año 2000 recibió una llamada de su hermano. Con mucho ruido de fondo y la voz entrecortada, Thupteng acertó a escuchar que su padre había muerto después de una paliza propinada por la policía china en plena calle. “Había intentado esconder a una chica embarazada que buscaba la policía. Seguramente para practicarle un aborto forzoso. Le pegaron en medio de la calle hasta matarlo”. Ahora sí, Thupteng llora.
Dice que cuando ve una bandera china, le da un vuelco al corazón. “Los chinos en Tíbet se refieren a nosotros como ‘animales’. Es así como nos llaman”.
EN EL TÍBET ACTUAL
Quien tiene una bandera tibetana o una imagen del Dalai Lama en cualquier lugar del Tíbet es encarcelado todavía hoy. También quien escribe o expresa algo relacionado con las aspiraciones políticas del país.
El pasado 9 de febrero, año nuevo tibetano, los monjes Pagah y Orgyen fueron detenidos en Chogri por llevar a cabo una ceremonia en un templo en honor al Dalai Lama. Ocho días después, el escritor tibetano Shok Jong fue arrestado por escribir un libro sobre la historia del Tíbet. Todos siguen detenidos e incomunicados a día de hoy. “Esto no pasó hace años, está pasando. China no respeta los derechos humanos y nadie dice nada”, se queja Wangchen.
En el Tíbet actual, un trabajador chino gana el doble que uno tibetano. El Gobierno chino duplica los salarios a los chinos que accedan a mudarse al Tíbet. Ya son ocho millones, más que los tibetanos autóctonos, que apenas son seis.
En el Tíbet actual la mayoría de colegios segregan entre niños chinos y tibetanos. También los hospitales públicos. La mayoría de los niños tibetanos ya no saben escribir en su idioma. Y eso a pesar de que el Gobierno de Pekín ha emprendido un programa para incentivar mediante ayudas los matrimonios mixtos. “El objetivo”, dice Wangchen, “es que se mezclen étnicamente y desaparezca la identidad tibetana”.
En Tíbet actual no hay libertad de expresión. El país está ahora mismo cerrado a los turistas y los periodistas necesitan autorización expresa del Gobierno para acceder, siempre a la sombra de un guía, como en Corea del Norte. Los propios tibetanos no tienen libertad de movimiento: si quieren ir de un pueblo a otro, deben contar con una autorización de las autoridades chinas. El país está plagado de check-points militares. Quien desee irse debe cruzar el Himalaya a pie o conseguir un visado falso.
En el Tíbet hay controles de natalidad. Las mujeres tibetanas embarazadas tienen que ir a revisión obligatoria cada 15 días. Según el Gobierno tibetano en el exilio todavía existen casos de esterilización y abortos forzosos.
El Gobierno chino y quienes defienden su postura argumentan que China ha llevado el desarrollo a un pueblo aislado, pobre y basado en una teocracia en el que los religiosos son una casta superior que acumula la riqueza. Han construido aeropuertos, han comunicado Lhasa y Pekín en tren, han llevado electricidad, carreteras y puentes a los pueblos tibetanos y han comenzado a gestionar las enormes reservas de agua dulce de la zona, para muchos el verdadero interés chino en la región. También permiten la libertad de culto y el uso del idioma tibetano.
“Admitimos que China ha traído progreso y desarrollo a Tíbet, pero es un desarrollo impuesto a la fuerza que nosotros no pedimos y que beneficia a la población china, no a la tibetana”. Quien replica es Thinley Dropatsang, de 39 años, que huyó del Tíbet cuando tenía 22. “¿Quién puede usar los aeropuertos y las carreteras? Los chinos, no nosotros. ¿Por qué tendríamos que agradecer algo que no pedimos? Los tibetanos queremos vivir como lo han hecho nuestros ancestros, de forma austera y en comunión con la naturaleza”.Thinley fue víctima de los programas de reeducación del Gobierno chino. En 1995 las autoridades tomaron el control de su pueblo y sometieron al programa a varios vecinos. “Nos repetían que el sistema comunista chino es perfecto. Que si nos uníamos a su causa estaríamos protegidos al 100%”.
Como Thinley no parecía muy convencido, los soldados chinos decidieron colgarlo de los pulgares. “Estuve así varias horas, fue un dolor horroroso. También quemaban especies picantes y nos hacían arder los ojos con el humo. Después estuve 15 días encerrado en un cuarto oscuro de un metro por un metro”.
Tras la experiencia, Thinley decidió escapar después de conseguir un pasaporte falso. Hoy, junto a otros 77 tibetanos, vive en Barcelona con el estatus de refugiado. Sentado en una silla con gesto de enfado, concluye su testimonio: “Así traen el desarrollo los chinos”, dice. “Y nadie hace nada”.