Oración en Wat Chedi Luang.
FOTO © Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS
Chiang Mai es la ciudad más grande y significativamente cultural del norte deTailandia. Sus 300 templos budistas se expanden por las grutas de las montañas, sobre una densa selva, ofreciendo cada uno de ellos un universo de espiritualidad exótica a los miles de viajeros que se adentran en ellos cada año. Ni esta avalancha de extranjeros ha podido todavía con su encanto milenario. Dos miembros de GEA PHOTOWORDS, Javier Moro y Ángel López Soto, la acaban de visitar publicando el resultado de este viaje en la revista Siete Leguas.
Templo Wat Mahawan. Chiang Mai.
FOTO © Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS
Por Javier Moro, miembro de GEA PHOTOWORDS
La primera vez que fui a Chiang Mai, era un lugar exótico, aunque ya apuntaba hacia un desarrollo turístico que en los últimos años ha sido espectacular. La ciudad en sí misma no es tan interesante, excepto la parte del viaje que tuvimos la suerte de visitar en un Segway, esos vehículos de dos ruedas, silenciosos, ágiles, que responden al movimiento del cuerpo y se desplazan automáticamente. Se suelen ver en los aeropuertos, pero la idea de utilizarlos para la visita de centros históricos es sencillamente genial. Fue idea de un avezado empresario tailandés, que compró una docena para alquilar a los visitantes (Segway Gibbon Tours) y no existe mejor manera de pasearse por los vericuetos de los templos, como la pagoda de Wat Chien Man, la más antigua, por las callejuelas y las plazas que en esa especie de alfombra mágica. Es el turismo sin cansancio, tecnológico, y es también la metáfora en la que se ha convertido Chiang Mai, y por ende todo el país: una mezcla de tradición y modernidad, de tecnología y artesanía, de pasado y futuro.
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Hace unos quince años, era todavía una ciudad que guardaba cierto misterio, con calles mal iluminadas, con templos invadidos por una vegetación lujuriosa. Jóvenes americanas e inglesas pasaban largas temporadas en los templos budistas de los alrededores para iniciarse al arte de la meditación. No han cambiado las imponentes vistas desde el templo de Wat Phathat, en lo alto de una colina. La religiosidad, mezcla de superstición y de seguimiento de los preceptos budistas, sigue presente en la actividad cotidiana de los monjes que suman unos 300.000 en un país de 68 millones de habitantes. Los monjes de Tailandia son queridos y venerados por el pueblo porque cumplen la función ancestral de guiar a la gente en su vida espiritual. Y algunos van más allá, y se convierten en defensores del medio ambiente como el bonzo Prah Pachak que se enfrentó al Gobierno y al ejército de Tailandia para defender uno de los últimos bosques vírgenes y hoy en día es considerado un héroe nacional. Además, el budismo es el vínculo social del país, ya que lo practica el 90% de la población.
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Los monjes viven de la caridad y todas las mañanas, al alba, salen de sus templos y se ponen en fila con sus escudillas en la mano. La gente les deja billetes, les trae comida. En los lugares más turísticos, como el templo de Wat Para Sing (construido en el siglo XIV), o en el Wat Umong, atravesado por túneles, los monjes vienen al atardecer para recuperar los fajos de billetes que las monjas han ido acumulando. La comunidad se enriquece, pero se mantiene austera. Chompai, monje desde hace diez años, se levanta todos los días a las cuatro de la mañana. Después de meditar, y de comer un desayuno frugal que le ha ofrecido alguien con quien se ha encontrado en la calle, va a una gruta sagrada. Desde tiempos antiguos, los tailandeses han transformado las cuevas en lugares de oración y meditación, y merece la pena adentrarse por los senderos de la selva para visitarlas. Es fácil ver algunos langures sagrados o monos comedores de cangrejos durante la caminata. Unos litros de sudor más tarde, se llega por fin a la cueva, con su frescor reconfortante, repleta de estatuas de buda y de tailandeses que vienen a recogerse y hacer ofrendas para evitar los maleficios que pesan sobre sus vidas. Cerca de la grutas viven eremitas que ejercen la medicina tradicional o que son capaces de luchar contra el mal de ojo. Hacer donaciones, guardar amuletos, visitar la cuevas sagradas para apaciguar a los espíritus, todo eso permite evitar la mala suerte. ¡Que lejos estamos aquí del bullicio y la modernidad de Bangkok!
El joven Mompai empieza su día de trabajo: prepara ofrendas, flores, bastoncillos de incienso… La gente le pide su bendición, y que rece por ellos. En esa gruta, nos encontramos con Rachna, una mujer de 42 años que vive en Bangkok y es madre de dos hijos. “Vengo a recogerme aquí porque es un lugar que te protege del mal de ojo. Sé que no creéis en eso en Occidente, pero para nosotros es importante. Todos los años hago un retiro anual de unos días en un monasterio. Me da mucha paz y serenidad. Vivo en mejor armonía con mi marido, mi familia, mis colegas del trabajo…”
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Puesto de alimentos en el mercado Talat Warorot.
FOTO © Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS
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El centro de Chiang Mai es otro mundo. Comercio, dinero, turismo, masajes, bares, turistas barrigudos y tatuados buscando chicas, etc… Y también restaurantes al borde del río como “The Gallery” donde la comida es excelente. Y hoteles como Le Meridien, en pleno meollo de la ciudad nueva, idóneo para quien quiera tener animación nada más salir a la calle, repleta de tenderetes que venden de todo, especialmente ropa de marca (falsa), bisutería, especies, material de acampada, etc… Por unos pocos baths, la moneda local, se puede comprar bolsos de Prada, camisas de Ralph Lauren, zapatos de Gucci, relojes de Piaget, etc… Dicen que ese material proviene de las propias fábricas que las marcas tienen en Tailandia, y que la calidad no es diferente… Sea lo que sea, es pirateo, al fin y al cabo. Los españoles no estamos solos en eso, algo que debería consolarnos: mal de muchos, consuelo de tontos.
Lo bueno de Chiang Mai no es tanto la ciudad en sí, sino todo lo que ofrecen sus alrededores, incluidos los mejores hoteles. Hay dos que vale la pena visitar, si el presupuesto no da para alojarse en ellos. Uno es el espectacular Mandarin Oriental, situado en medio de un bosque tropical y construido en antiguos templos restaurados. Hay una atmósfera de quietud, una sensación de lujo refinado que lo convierten en uno de los hoteles más bonitos y apetecibles que he conocido. El otro es el Four Seasons, compuesto de bungalows alrededor de unos arrozales que los campesinos de la aldea vecina cultivan con esmero. Un hotel integrado en la vida rural, pero a todo lujo.
Luego hay excursiones para todos los gustos, y para todas las edades. Se puede perfectamente viajar con niños y vivirán experiencias inolvidables: podrán acariciar a un tigre, enrollarse una pitón alrededor del cuello, ver las arañas más grandes del mundo, subirse a un elefante, jugar con los niños de las aldeas, bañarse en ríos con cascadas, hacer rafting… la lista es interminable. Todas las familias con niños que me he encontrado estaban felices, precisamente por esa mezcla de exotismo y confort, por la simpatía de la gente, por la excelencia de la comida y sobre todo por la seguridad. Tailandia se ha convertido en un polo de atracción masiva de turistas porque tiene una oferta muy variada a precios razonables, y es un país muy seguro.