Fábrica de Porto Pim, un recuerdo de la actividad ballenera de Faial.
Foto © Ángel López Soto
AZORES, EL CORAZÓN DEL OCÉANO
Por María Crespo Zaragoza
.
A Carlos Natal le brillan los ojos cuando habla de su trabajo como ballenero. Tiene 80 años y empezó a cazar cachalotes cuando no era más que un niño de catorce, impaciente por demostrar que era un valiente. Su misión era remar y conducir la barca —la flecha— hasta el animal oculto y esperar a que sus compañeros lanzaran el arpón y mataran al cetáceo.
«Toda mi familia era ballenera. Los padres, los abuelos, sólo los hombres. Yo era joven, no tenía miedo de nada. Era un desafío», dice Carlos, sentado delante de un ventanal, al fondo, la isla de Pico y su montaña de 2.351 metros —la más alta de Portugal— un triángulo al que una hilera de nubes amputan la cumbre.
El mar que baña las nueve islas del archipiélago de las Azoresacoge casi un tercio de las 81 especies de cetáceos que existen en el mundo; sobre todo, cachalotes que pueden medir hasta dieciocho metros y llegar a pesar cincuenta toneladas. Las islas de Faial y Pico tuvieron una gran tradición ballenera desde el el siglo XVIII, cuando los navíos de las compañías inglesas y americanas hacían escala en sus puertos.
Cuando los vigías divisaban a los cachalotes, los altavoces emitían el aviso: la ballena era para el primer barco que llegarahasta ella. Carlos Natal corría hasta los remos: «En las barcas íbamos entre cinco y siete personas. Pasábamos muchas horas en mitad del mar, sin beber, ni comer, nada más que esperando. Cuando aparecía el cachalote, nos acercábamos en paralelo, nunca desde detrás».
La industria ballenera
Aquella actividad se transformó en industria durante el siglo XX y vivió su apogeo durante la II Guerra Mundial, cuando el aceite de ballena se exportaba a medio mundo para la fabricación de armas. El año que más ballenas se atraparon fue 1951: 120 ejemplares. De la ballena se extrae especialmente el aceite —que se utilizaba como combustible y lubricante— y las harinas, que procedían de la carne cocida y deshidratada, y servían como fertilizante y como complemento para la alimentación del ganado.
El producto más valioso —y cuyos beneficios nunca llegaban a repartirse entre los marineros— eran los dientes de marfil, que los trabajadores estaban obligados a entregar al jefe de la fábrica. Pero Carlos es un hombre con cartas ocultas y huérfano de miedos. Confiesa como un niño travieso que se guardó en los bolsillos dos colmillos de cachalote que no parece tener intención de vender, aunque podría ganar miles de euros.
Carlos Natal empezó en el oficio a los 14 años.
Foto © Ángel López Soto
La última ballena se cazó en las Azores en 1987, con las mismas técnicas que se empleaban desde Moby Dick. Como prueba de este trabajo artesanal queda abierta la Fábrica de las Ballenas de Porto Pim en Faial, que estuvo en funcionamiento de 1942 a 1974 y en la que se expone la maquinaria que se utilizaba para sacar el máximo provecho a los productos del animal: las calderas para calentar el aceite, la plataforma para descuartizarlo, el sistema de riegos que recogía la sangre en la plataforma, el cocedor de carne…
Sin embargo, el museo más importante dedicado al cachalote, su caza y lo que significa para el archipiélago es el Museo dos Baleeiros en Lajes do Pico (en la isla del mismo nombre), una verdadera institución en lo que se refiere a esta industria.
Hoy, las ballenas continúan siendo una de las principales atracciones de las Azores y hay multitud de empresas que organizan expediciones de avistamiento. La mejor época es entreabril y septiembre aunque la probabilidad de ver, si no ballenas, delfines, es tan alta en cualquier momento del año que algunas compañías incluso devuelven el importe del viaje si no consigues ver ni uno de estos mamíferos marinos.
Fuerte devoción
Francisco, responsable de la embarcación de Peter Zee, nos cuenta que se ha echado al mar después de que lo jubilaran de su puesto de instructor en la base militar de EEUU de Terceira. Allí tuvo lugar la tristemente famosa Cumbre de las Azores en 2003 y desde entonces ha ido poco a poco recortando personal. Explica que en las islas hay una fuerte devoción al Espíritu Santo al que se consagran cientos de capillas —aquí se llaman imperios— pintadas de vivos colores y en torno a las cuales se celebran las múltiples fiestas religiosas de las islas.
Llegamos a la siguiente parada, el Peter Café Sport en el paseo marítimo de Horta (Faial). Abierto desde 1918, se convirtió en lugar de paso no solamente de los balleneros, sino también de las curiosa exposición dedicada al scrimshaw, el arte de pintar y esculpir sobre dientes de cachalote que nació a bordo de los barcos en las interminables horas muertas entre captura y captura.
Peter´s Museum en Horta, Faial.
Foto © Ángel López Soto
Genuino Madruga también formaba parte del paisaje de este café de madera en el que es tradición beber gin tonics antes de la cena. Él era pescador, y cuando se dejaba caer por aquel Babel en miniatura soñaba con ver los mundos de los que oía hablar. Así que poco antes de cumplir 50, en el año 2000, decidió dar lavuelta al mundo en solitario, en su velero bautizado Hemingway. Desde Horta viajó a Cabo Verde, el Caribe, Panamá, Galápagos, Islas Marquesas, Australia, Sudáfrica, Cabo de Buena Esperanza, Isla de Santa Elena, Brasil y Guadalupe.
En 2007 volvió a repetir la hazaña, pero esta vez hizo un recorrido distinto, atravesando el Cabo de Hornos. Hoy en día, Genuino tiene amigos hasta en la última esquina del globo y continúa pescando en otra barca a la que bautizó Guernica, «para no olvidar todos los guernicas que hay en el mundo».
La última ola
«Sueña, define tus objetivos. Si crees que puedes alcanzarlos, trabaja y haz sacrificios, tus sueños se harán realidad», es la frase con la que comienza el libro de sus viajes y que se puede consultar a la vez que comemos un guiso de patatas y carnedesde los ventanales de la segunda planta de Genuino.
El mar es es el hilo conductor de todas las vidas de este archipiélago. La última ola de este recorrido salado rompe en el paseo marítimo de Horta, convertido en un bonito museo al aire libre. En el muelle es tradición que todos los que pasan por aquí dejen huella dibujando sobre la piedra, el suelo y los muros. Los ocupantes de las embarcaciones toman prestadas las pinturas del Club Naútico de la ciudad y trazan sirenas, banderas, mares y, por supuesto, infinitos barcos de todos los colores.
También dejan escrita la fecha en la que pasaron por aquí. En muchas de las cuadrículas de esta rayuela sin fin hay dos años distintos: delatan a los que no les bastó un único viaje a las Azores y volvieron, desde el centro de mar, a descubrir otros secretos de las islas.
Publicado originalmente el el diario EL MUNDO el 23 de febrero de 2016